La Vejez, por Simone de Beauvoir, parte II

Un texto visionario

 La Vejez *

Por Simone de Beauvoir

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Parte II

Entender su  totalidad: no es sólo un hecho biológico, sino un hecho cultural

He hablado hasta ahora de la vejez como si esta palabra abarcara una realidad bien definida. En verdad, cuando se trata de nuestra especie, nos es fácil delimitarla. Es un fenómeno biológico; el organismo del hombre de edad presenta ciertas singularidades. La vejez acarrea consecuencias psicológicas: ciertas conductas se considera con justa razón como características de una edad avanzada. Como todas las situaciones humanas, tiene una dimensión existencial: modifica la relación del individuo con el tiempo, por lo tanto su relación con el mundo y su propia historia. Por otra parte, el hombre no vive jamás en estado de naturaleza; en su vejez, como en cualquier edad, su condición le es impuesta por la sociedad a la que pertenece. Lo que hace compleja la cuestión es la estrecha interdependencia de esos diferentes puntos de vista. Es una abstracción, como se sabe ahora, considerar por separado los datos fisiológicos y los hechos psicológicos: se gobiernan mutuamente. Ya veremos que en la vejez esta relación es particularmente evidente, siendo por excelencia la esfera de lo psicosomático. Sin embargo, lo que se llama la vida psíquica de un individuo sólo puede entenderse a la luz de su situación existencial; ésta tiene, pues, repercusiones sobre su organismo; y a la inversa: la relación con el tiempo se experimenta de modo diferente según que el cuerpo esté más o menos deteriorado.

Por último la sociedad asigna al anciano su lugar y papel teniendo en cuenta su idiosincrasia individual, su impotencia, su experiencia; recíprocamente, el individuo está condicionado por la actitud práctica e ideológica de la sociedad para con él. No basta, pues, describir de una manera analítica los diversos aspectos de la vejez; cada uno reacciona en todos los demás y es afectado por ellos; hay que captarla en el movimiento indefinido de esta circularidad.

Por eso un estudio de la vejez debe tratar de ser exhaustivo.

Como mi fin esencial es iluminar lo que es hoy, en nuestra sociedad, la suerte de los viejos, asombrará quizá que dedique tantas páginas a la condición que se les asigna en las comunidades llamadas primitivas, a la que tuvo en los diferentes momentos de la historia humana. Pero si la vejez, como destino biológico, es una realidad transhistórica, no es menos cierto que ese destino es vivido de manera variable según el contexto social; a la inversa: el sentido o no sentido que reviste la vejez en el seno de una sociedad pone a toda ésta en cuestión pues a través de ella se descubre el sentido o no sentido de toda la vida anterior. Para juzgar a la nuestra es necesario confrontar las soluciones que ha elegido con las que han adoptado, a través del espacio y del tiempo, otras colectividades. Esta comparación permitirá elucidar lo que hay de ineluctable en la condición del anciano, en qué medida, a qué precio podrían paliarse sus dificultades y cuál es, pues, a su respecto la responsabilidad del sistema en que vivimos.

Toda situación humana puede ser considerada como exterioridad – tal como se presenta a los demás – y como interioridad, en cuanto el sujeto la asume superándola. Para los demás el viejo es el objeto de un saber; él tiene de su estado una experiencia vivida. En la primera parte de este libro adoptaré el primer punto de vista. Examinaré lo que la biología, la antropología, la historia, la sociología contemporánea nos enseñan sobre la vejez. En la segunda trataré de describir la manera en que el hombre de edad interioriza su relación con su cuerpo, con el tiempo, con los demás. Ninguna de estas dos investigaciones nos permitirá definir la vejez; comprobaremos, por el contrario, que adopta una multiplicidad de rostros, irreductibles los unos a los otros. En el curso de la historia, como hoy, la lucha de clases decide la forma en que un hombre es dominado por la vejez; un abismo separa al viejo esclavo del viejo eupátrida, a un viejo obrero con una pensión miserable de un Onassis. La diferenciación de la vejez tiene también otras causas: salud, familia, etc. Pero la oposición de explotadores y explotados crea dos categorías de ancianos: una extremadamente vasta, la otra reducida a una pequeña minoría. Todo alegato que pretenda referirse a la vejez en general debe ser recusado porque tiene a enmascarar este hiato.

La vejez no es un hecho estadístico; es la conclusión y la prolongación de un proceso

De inmediato se plantea una cuestión. La vejez no es un hecho estadístico; es la conclusión y la prolongación de un proceso. ¿En qué consiste este proceso? En otras palabras, ¿qué es envejecer? Esta idea está ligada a la de cambio. Pero la vida del embrión, del recién nacido, del niño es un cambio continuo. ¿Cabe concluir, como lo han hecho algunos, que nuestra existencia es una muerte lenta? Seguramente que no. Esa paradoja desconoce la verdad esencial de la vida, que es un sistema inestable en que el equilibrio se pierde y se reconquista a cada instante; la inercia es, en cambio, sinónimo de muerte. La ley de la vida es cambiar. Lo que caracteriza al envejecimiento es cierto tipo de cambio irreversible y desfavorable, una declinación. El gerontólogo norteamericano Lansing propone la definición siguiente: “Un proceso progresivo desfavorable de cambio, ordinariamente ligado al paso del tiempo, que se vuelve perceptible después de la madurez y concluye invariablemente en la muerte.”

Pero de inmediato nos detiene una dificultad: ¿qué significa la palabra desfavorable? Implica un juicio de valor. No hay progreso o regresión sino en relación con un objetivo al que se apunta. El día en que Marielle Goitschel esquió menos bien que otras jóvenes, en el plano deportivo debió considerarse vieja. En el seno de la empresa de vivir se establece la jerarquía de las edades, y el criterio es mucho más incierto. Habría que saber qué objetivo persigue la vida humana para decidir cuáles transformaciones la alejan de él o la acercan.

El problema es sencillo si sólo se considera en el hombre su organismo. Todo organismo tiende a subsistir. Para eso hay que restablecer su equilibrio cada vez que se ve comprometido, defenderse contra las agresiones exteriores, tener sobre el mundo el poder más amplio y más firme. En esta perspectiva las palabras: favorable, indiferentes, perjudiciales, tienen un sentido claro. Desde el nacimiento hasta los 18 o 20 años de edad, el desarrollo del organismo tiende a aumentar sus posibilidades de supervivencia: se fortifica, se vuelve más resistente, sus recursos aumentan, sus posibilidades se multiplican. El conjunto de las capacidades físicas del individuo alcanzan su punto más alto de expansión hacia los 20 años. Durante los veinte primeros años la mutación del organismo, tomada en su totalidad, es, pues, benéfica.

Ciertos cambios no entrañan ni mejoramiento ni disminución de la vida orgánica, son indiferentes, como la involución del timo que se produce en la primera infancia, la de las neuronas cerebrales cuya cantidad es inmensamente superior  a las necesidades del individuo.

Algunos cambios desventajosos se producen muy pronto. La amplitud del margen de acomodación se reduce a partir de los diez años. El límite de altura de los sonidos audibles disminuye ya antes de la adolescencia. Cierta forma de memoria bruta se debilita a partir de los 12 años. Según Kinsey, la potencia sexual del hombre decrece después de los 16 años. Esas pérdidas, muy limitadas, no impiden que el desarrollo infantil y juvenil siga una línea ascendente.

Después de los 20 años y sobre todo a partir de los 30 se inicia una involución de los órganos. Desde ese momento, ¿hay que hablar de envejecimiento? No. En el hombre, el cuerpo mismo no es pura naturaleza. Las pérdidas, las alteraciones, los desfallecimientos, pueden quedar compensados por montajes, automatismos, un saber práctico e intelectual. No se hablará de envejecimiento mientras las deficiencias sigan siendo esporádicas y fácilmente paliadas. Cuando cobra importancia y son irremediables, entonces el cuerpo se vuelve frágil y más o menos impotente; se puede decir sin equívoco que declina.

Cada sociedad crea sus propios valores

La cuestión se vuelve mucho más complicada si consideramos al individuo en su totalidad. Se declina después de haber alcanzado un apogeo; ¿dónde situarlo? A pesar de su independencia, lo físico y lo anímico no siguen una evolución rigurosamente paralela. Anímicamente un individuo puede haber sufrido pérdidas considerables antes de que se inicie su degradación física; por el contrario, es posible que en el curso de esta decadencia realice beneficios intelectuales importantes. ¿A cuál concederemos el valor más alto? Cada uno dará una respuesta diferente según que otorgue más precio a las aptitudes corporales, o a las facultades mentales, o a un feliz equilibrio entre unas y otras. Con arreglo a tales opciones los individuos y las sociedades establecen una jerarquía de edades; no existe ninguna que sea universalmente aceptada.

El niño supera al adulto por la riqueza de sus posibilidades, la inmensidad de sus adquisiciones, la frescura de sus sensaciones; ¿basta eso para considerar que al adquirir edad se degrada? Esta parece haber sido hasta cierto punto la opinión de Freud: “Piénsese en el contraste entristecedor que existe entre la inteligencia resplandeciente de un niño sano y la debilidad intelectual de un adulto medio”, escribió. Es la idea que ha desarrollado a menudo Montherlant: “El genio de la infancia, cuando se extingue, no vuelve jamás. Se dice siempre que de un gusano sale la mariposa; en el hombre, la mariposa se convierte en gusano”, dice Ferrante en La Reine morte.

Los dos tenían razones personales – muy diferentes en uno y otro caso – para valorizar la infancia. Su opinión por lo general no es compartida. La misma palabra madurez indica que  habitualmente se concede al hombre hecho la preeminencia sobre el niño  y el joven: ha adquirido conocimientos, experiencia, capacidades. Sabios, filósofos, escritores, suelen situar el acmé del individuo en mitad de su vida. Según Hipócrates, él la alcanzó a los 56 años. Aristóteles piensa que la perfección del cuerpo se cumple a los 35 años, la del alma a los 50. Según Dante, se aborda la vejez a los 45 años. Generalmente a los 65 años las sociedades industriales de hoy dan el retiro a los trabajadores. Llamaré viejos, ancianos, gentes de edad, a los que tienen más de 65 año. Cuando me refiera a los demás, especificaré su edad.

 Algunos de ellos consideran incluso la vejez como la época privilegiada de la existencia: piensan que aporta experiencia, sabiduría, paz. La vida humana no conocería la declinación.

Definir lo que es para el hombre progreso o regresión implica referirse a cierto fin; pero ninguno es dado a priori, en su valor absoluto. Cada sociedad crea sus propios valores; en el contexto social la palabra declinación puede encontrar su sentido preciso.

Esta discusión confirma lo que he dicho antes: la vejez sólo puede ser entendida en totalidad; no es sólo un hecho biológico, sino un hecho cultural.

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