Los establos de Augías, lo viejo y lo nuevo de México

Los establos de Augías, lo viejo y lo nuevo de México

El choque de dos discursos que han  permeado la vida del país desde que en el  último cuarto de siglo del siglo XX, entre los dos Méxicos, el de la insondable desigualdad y el de  las elevadísimas concentraciones de riqueza en tan pocas manos.

Foto: T E

Por José Luis Camacho López*.-Entre los candidatos a la presidencia de México, Manuel López Obrador y José Antonio Meade, vuelve a resurgir el rancio debate entre lo viejo y lo nuevo. Ha sido el choque de dos discursos que han  permeado la vida del país desde que en el  último cuarto de siglo del siglo XX, entre los dos Méxicos, el de la insondable desigualdad social y el la corrupción, la impunidad, de las elevadísimas concentraciones de riqueza en tan pocas manos.

¿México con rumbo o sin rumbo?

Uno y otro aspirante presidencial identifican esos dos Méxicos. López Obrador, con las mismas y rancias viejas prácticas del PRI del siglo XX que no pudo cumplir con llevar al país por el camino que la Constitución social de 1917 fijó para reivindicar a las grandes masas de pobres, y ahora el PRI de los neoliberales que desde 1982 ha profundizado las desigualdades sociales que ahora abandera Meade.

Son los dos PRIS. López Obrador quien ha sido rodeado de esos mismos vicios priistas que dice combatir, arrastrando una clase política oportunista, cínica, que dice representar a la izquierda y explota las necesidades y las esperanzas de los más pobres, y un Meade al  pretender convertirse en el mago que le de respiración de boca a boca a un partido que ha terminado de fallecer con el gobierno del presidente Peña, al  sepultar los últimos soplos del dominio de la nación sobre los recursos del subsuelo y dejado al país más ensombrecido por la violencia que el gobierno de Calderón.

Nuestra clase política es impúdica de un lado y otro. No se cansan de escarbar hasta el último centavo de las arcas públicas mientras lucran enmascarados como supuestos benefactores de la mendicidad y se desentienden de la violencia atroz que ha minado la escasa tranquilidad pública de una sociedad cada vez más huérfana.

Las cúpulas priistas bajo el mando del presidente Peña han decidido arropar a un candidato externo, una antigua aspiración que desde el gobierno de Carlos Salinas se acarició cuando la irrupción del ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas  modificó el escenario electoral de 1988 y el PRI tuvo que recurrir a sus reservas de votos en Puebla para inclinar los resultados electorales a favor del economista que Miguel de la Madrid eligió para continuar el proyecto de desmantelar el régimen de una Revolución que, con la excepción del periodo de Lázaro Cárdenas, se dedicó a expoliar los recursos públicos y crear nuevos ricos de una mañana a la otra.

Salinas, después del alzamiento del 1 de enero de 1994 en los altos de Chiapas de indígenas con rifles de palo, viejos máuseres, el asesinato impune de Luis Donaldo Colosio, llevó a Ernesto Zedillo, un egresado de una escuela fundada por el cardenismo, el Instituto Politécnico Nacional, pero educado en una universidad norteamericana, a la Presidencia.

Salinas lo hizo ganar, el 21 de agosto de 1994, con una sociedad perturbada e intimidada por el miedo. Esos 17 millones de votos se los vendía caro Salinas a Zedillo. Se decía el verdadero triunfador opacaba a Zedillo. Lo mismo puede ocurrir en Julio con Meade y Peña adornarse como el verdadero triunfador.

Zedillo se rebeló contra ese mandato de ser un simple empleado de Salinas y decidió meter a la cárcel al hermano incómodo, Raúl Salinas,  a quien culpó del crimen de otro dirigente priista  cercano a la familia Salinas, José Francisco Ruiz Massieu,  cuya  Claudia forma parte de la nueva élite del poder en México. Salinas no lo perdonó.  Difundió la versión de que Zedillo era un resentido social por tener su origen en una clase popular. Alguna vez Zedillo de niño llegó a ser bolero y vendedor de periódicos. En una de sus primeras giras de campaña en abril de 1994, en una plaza de Guanajuato, se retrató con un cajón de bolero.

La ruptura entre Zedillo y Salinas perdura hasta ahora. Será cuesta arriba que Meade quien se ha reunido con los viejos dinosaurios del PRI, logre reunir a los expresidentes priistas en vida, Salinas y Zedillo, y menos aún con Echeverría, ya de edad muy avanzada, quien representa ese viejo rumbo que tanto desprecia Meade.

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Meade no es el único candidato no priista. Zedillo también lo fue. Detestaba a su partido y en su cartera de gobierno tenía previsto un candidato independiente para las elecciones del fin de siglo. Pensó en el doctor Juan Ramón de la Fuente, su secretario de Salud y su psiquiatra. De la Fuente, aunque desconocido, gozaba, como hasta ahora,  de prestigio académico.

En el país rondaba la alternancia desde los ochenta del siglo XX. México estaba bajo la fuerte presión de los círculos de la ultraderecha norteamericana de que había llegado la hora de la alternancia en la Presidencia de México, impulsando lo que ellos  llamaban la oposición más sufrida de México, el Partido Acción Nacional. Vicente Fox resultó ese iluminado presidente, se reformó el 82 para que lo fuera ya que era hijo de una madre extranjera.

A Zedillo no le quedó otra que decidir sobre un candidato priista, Francisco Labastida, lanzado al vacío de la derrota y abrirle el paso al candidato de la alternancia. Labastida fue engañado. El caso pudo repetirse en Miguel Ángel Osorio Chong, un priista de linaje,  si hubiera sido el candidato.

López Obrador emergió del PRI, él es el verdadero candidato del viejo PRI, que menosprecia Meade, pero este nuevo candidato simpatizante del partido fundado por Plutarco Elías Calles para acabar con las pugnas de los caudillos, con su violencia y reyertas, un simple simpatizante tiene, como Sísifo, una  tarea semejante que su nuevo rumbo ruede para  abajo.

Evidentemente que la decisión de Peña de arropar a Meade como su candidato externo, no fue suya; pesan sobre el país los intereses que realmente gobiernan a México, las organizaciones financieras internacionales. México, desde los ochenta, es rehén de sus deudas externas y compromisos financieros internacionales. Meade es hechura de ellos.

El México del siglo XXI se encuentra en una situación de emergencia crítica: pobreza extrema, impunidad, violencia, corrupción, enorme desolación. López Obrador, si gana, no tendrá el control para modificar muchas de las decisiones que hicieron los gobiernos neoliberales de los presidentes priistas educados en el exterior, quizás corregir los desatinos de Fox y probablemente reparar las banalidades perversas  de Calderón.

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Meade  está colocado en la seria disyuntiva de terminar de sepultar al partido que gobernó al país durante 70 años en el siglo XX y que apenas con el presidente Peña fue un  atisbo desde 2012,  con un gobierno insubstancial que no ha logrado cumplir con sus promesas de campaña y de las  expectativas de una sociedad ansiosa de tranquilidad social  y cada vez más inmersa en incertidumbres.

Si Meade quiere gobernar este país tiene misma tarea  titánica  de Hércules, la  de limpiar de corrupción los establos del gobierno, como  los de Augías; desprenderse del PRI y especialmente deshacer sus vínculos con las gentes que desde la Presidencia lo están llevando al poder  y de su rémora corrupta de simuladores ecologistas del partido verde y aliancistas.

Para López Obrador es la misma tarea, semejante. Se han colgado de sus brazos personajes anodinos, venales,  simuladores de izquierda; tendrá que deshacerse  todos los vicios que lo encadenan al viejo PRI y a la vieja izquierda, tan  corrupta  y desvergonzada como la del viejo y nuevo PRI, que ahora no ha tenido otra que entregar su candidatura a los intereses financieros internacionales.

*Editor de TE, el Diario de las Personas Mayores

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