Morir con dignidad I

Morir con dignidad I

“El día 18 de marzo de 2015 tuvo lugar en la Academia Nacional de Medicina una deliberación infrecuente: no sobre cómo salvar y extender la vida, sino cómo humanizar la muerte.

Fue una reflexión a cuatro voces, entre distintas profesiones pero desde una misma perspectiva laica cuyo único acto de fe es en la voluntad y en la libertad humanas.

Bajo la presidencia del doctor Enrique Graue, hablaron en esa sesión un médico psiquiatra,Juan Ramón de la Fuente, un abogado, Fernando Gómez Mont, un médico especializado en cuidados terminales, Arnoldo Kraus, y un escritor, Héctor Aguilar Camín.”

T E el diario de la Tercera Edad comparte la generosidad de la prestigiosa revista nexos y  publica en su sección Testimonios y Documentos “esas voces diversas y convergentes en torno a una de las cavilaciones radicales de nuestro tiempo: el de la muerte digna como parte de la vida deseable.”

Primera parte:

El médico ante la muerte del enfermo

Juan Ramón de la Fuente

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El trabajo profesional del médico gira en torno a la muerte. No obstante, antes que a los médicos, la muerte les interesó a los artistas, a los filósofos y a los religiosos, quienes manifestaron de diversas maneras sus reflexiones en torno al acto de morir, con visiones algunas veces penetrantes y descriptivas, lúcidas y conmovedoras. Tal es el caso de León Tolstoi. Entre su vasta literatura, dedica un cuento cuya lectura para cualquier médico es imprescindible: La muerte de Iván Ilich.

El desinterés aparente que tienen sus compañeros y colegas sobre la muerte de Iván Ilich sirve de fondo para la descripción de actitudes que caracterizan a la vida moderna, válidas aún en nuestros días: la dualidad entre el afecto y la comunicación es una de ellas, y ocurre cuando una persona expresa algo diferente a lo que siente.

La negación de la muerte es una actitud humana que siempre nos ha acompañado. Quizá eso explique, al menos en parte, que ni los estudiantes de medicina reciban información suficiente acerca de la muerte como problema médico, ni que el tema —salvo excepciones— sea abordado en reuniones médicas. Prevalece la reticencia generalizada a hablar de la muerte y subyace la tendencia a verla más como un símbolo ante el cual es preferible guardar silencio que como una realidad que representa nuestro destino común. Hay quien incluso ha llegado a afirmar que el miedo a la muerte ha reemplazado al sexo como objeto de represión; y eso mismo quizá explique por qué una sociedad como la nuestra, siendo mortal, evade el asunto.

Al parecer en la comunidad médica la muerte sigue siendo un proceso que resulta incómodo. Hay una mezcla de sentimiento de fracaso y quizá también de angustia ante nuestra propia muerte. “Se ha muerto él y no yo”, escribe el narrador de Tolstoi al describir la tranquilidad que generaba el saber que el muerto era otro y no uno.

¿Es la muerte un acto trascendental más allá de su connotación biológica? ¿O es, como el nacimiento y la adolescencia, una etapa más de la vida? La muerte es todo eso y nuestro deber como médicos es estudiarla como estudiamos otros asuntos que, siendo fenómenos biológicos, adquieren una dimensión humana.

Nuestra conducta está en buena medida determinada por acontecimientos previos, pero también está condicionada por el futuro. Estamos dotados de la capacidad de imaginar cosas y, simultáneamente, tenemos advertencia anticipada de nuestro inevitable final.

En las religiones y en algunos de los sistemas de pensamiento más importantes (tanto en Occidente como en Oriente), la muerte es el hecho primordial. El cristianismo postula la inmortalidad del espíritu y declara que la vida verdadera principia con la muerte. En sus Confesiones san Agustín asegura que “sólo la aceptación de la muerte hace posible dar a la vida su verdadero valor”. Nada más contundente.

La angustia, dicen los filósofos existenciales, es ante todo anticipación de muerte. Por eso Heidegger, Jaspers y otros filósofos de la poderosa corriente existencialista alemana situaron a la muerte en el centro de la condición humana y sostuvieron, sin titubeos, que una existencia auténtica requiere una clara conciencia de la muerte. “Tomar a la muerte dentro de la propia vida” fue una de sus tesis principales.

Años después, en sus reflexiones sobre los cerca de 40 millones de muertos que dejó la Primera Guerra Mundial, Freud llegó a sostener que en el inconsciente somos inmortales y que el inconsciente no conoce la muerte porque el concepto carece de una representación infantil primitiva. Fue más allá: afirmó que por eso era difícil, si no imposible, imaginarnos muertos a nosotros mismos, y que la angustia que experimentamos ante la muerte es ante todo una angustia por abandono, una angustia de separación similar a la que experimentan los niños cuando, rodeados de desconocidos, de pronto pierden de vista a su madre. Los conceptos psicoanalíticos han perdido vigencia pero no dejan de ser puntos de inflexión pues continúan siendo parte de la cultura que el médico debe tener en cuenta, junto con otros nuevos enfoques.

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El clínico sagaz sabe bien que las reacciones de sus enfermos son a menudo impredecibles. Un cuadro más frecuente de lo que uno imaginaría es el de la discrepancia, a veces claramente perceptible entre el optimismo creciente de algunos enfermos y los avances notorios de una enfermedad que los acerca a la muerte. Si los mecanismos de defensa son adaptativos (es decir, si no generan problemas adicionales y ayudan a mantener una cierta tranquilidad en el entorno del enfermo) convendría respetarlos. Sin embargo, periódicamente conviene ayudar al enfermo a confrontar su realidad, señalando la gravedad de su enfermedad o las limitaciones terapéuticas.

El médico tampoco puede perder de vista que las experiencias y los deseos de los enfermos próximos a morir difieren considerablemente entre unos y otros. Habrá quienes prefieran aislarse y así retirar del mundo, de manera progresiva, sus intereses y sus afectos. Por el contrario, quizá a la mayoría le aterra la idea de ser abandonado, de quedarse solo, esperando entonces con ansia la visita del médico así como la presencia permanente de sus seres queridos.

Una línea ética que se ha mantenido vigente a lo largo del tiempo es la del médico facultado para ayudar a sus enfermos a vivir con dignidad hasta el final, apoyándolos para que conserven la serenidad, en la medida de lo posible, hasta el último momento. No significa pedir mucho pero sí debe haber cierta disposición, pues se trata de tomar en cuenta las demandas y los deseos de los enfermos con el fin de no imponerles los nuestros. Un buen médico percibe siempre las necesidades de aquellos enfermos que van a morir y sabe responder a ellas. No prolonga la vida a toda costa y no permite, si está en sus manos, que el enfermo muera mucho después que su esperanza.

Quizá una de las consecuencias más negativas de la tecnificación de la práctica médica sea la despersonalización de la muerte. Ha habido además una tendencia a aislar a los enfermos terminales no con el propósito de que puedan tener un reencuentro con sus seres cercanos sino justamente lo opuesto, buscando que tal encuentro no ocurra. Urge encontrar, en muchos hospitales, un equilibrio entre los requerimientos para el buen funcionamiento de las unidades más críticas y la posibilidad del contacto con los familiares, porque el hospital no puede ser el que separe a los enfermos terminales de sus seres queridos de manera prematura. No se equivocan quienes han declarado que mientras la medicina avanza, el cuidado de los enfermos se deteriora.

Termino con un par de reflexiones. La primera es que los familiares del enfermo que pronto va a morir también merecen ser oportuna y verazmente informados. El médico no tiene por qué convertirse en un ministro de culto transitorio (no lo es, ésa no es su tarea), pero sí debe propiciar que quienes así lo deseen tengan acceso a quien sea capaz de transmitirles algún consuelo espiritual. La segunda es que en la actualidad ha quedado claro que morir en casa tiene ventajas sobre morir en el hospital, aunque esto no siempre sea posible. Finalmente, conviene recordar que si hay suficiente serenidad en torno a la muerte de un ser querido, el duelo tiende a ser menos largo, más terso. Siempre habrá que procesar el hecho porque el duelo, no lo olvidemos, tiene una función importantísima. Encontrar significados a nuestras experiencias es una necesidad inherente a la naturaleza humana. Los tiempos modernos pueden ocultar en apariencia esta necesidad, pero no pueden desterrarla. Los seres humanos tenemos un verdadero impulso por buscar significados, por hallárselos a la vida y también a la muerte. Ésa sigue siendo una búsqueda vital de conocimiento que mueve parte importante de nuestra conducta.

Nos propusimos plantear el tema de la muerte con dignidad en el seno de la Academia Nacional de Medicina con absoluto respeto a las opiniones de cada quien, pero desde una perspectiva humanista y laica. Humanista, porque el humanismo es ante todo una actitud vital basada en una concepción integradora de los valores humanos que es propia de la medicina; y laica porque, como lo hemos señalado en otras ocasiones, el laicismo es la mejor forma de respetar la libertad de conciencia de cada quien pero, además, porque nos acerca a adoptar posiciones compatibles aunque no necesariamente sean idénticas.

El humanismo rescata la vida humana como un acontecimiento en sí mismo, con valor propio, y nos obliga a descubrir las encrucijadas de nuestro laberinto terrenal. Nos orienta a medir las cosas en función del ser humano. El humanismo implica un giro hacia la reconciliación con el mundo y cuanto éste significa. Es, en cierta forma, un acto de fe en la voluntad humana, pero también es una suerte de revuelta sistémica contra la fatalidad, es decir, una pulsión que implica la posibilidad de alterar la trama de nuestras vidas con un rumbo determinado.

Mucho se habla hoy en día sobre la calidad de la vida. Mucho menos se habla de la calidad de la muerte. Por eso mismo el tema es relevante. Cuando se está frente a un enfermo al que lo que podemos ofrecerle son básicamente cuidados paliativos, que no son poca cosa, se puede valorar mejor cómo este enfoque es realmente capaz de minimizar el sufrimiento al acercarse la muerte.

Diversos estudios han elaborado índices o indicadores para medir la calidad de la muerte. No entraré en detalles, pero dichos estudios han permitido, entre otras cosas, ordenar por rangos de calidad la experiencia, y sitúan al Reino Unido, Australia, Nueva Zelanda e Irlanda como los países con un mejor índice de calidad de muerte. En esta clasificación México ocupa el lugar número 36, seguido de China, Brasil y Uganda. En buena medida esto se debe a la baja disponibilidad de medicamentos opiáceos para controlar el dolor y en la insuficiente cobertura de cuidados paliativos.

La cultura y las creencias de cada uno juegan un papel fundamental en el manejo que se le da al final de la vida de las personas. Pero lo que cada vez resulta más evidente es que lo absurdo es tratar de mantener a alguien vivo a toda costa y a cualquier costo.

Hay, por otro lado, diferencias importantes entre conceptos cercanos, que con frecuencia se usan equivocadamente de forma intercambiable: muerte asistida o sedación paliativa, por ejemplo, no son sinónimos. Por otro lado, existe una amplia gama de marcos jurídicos, desde leyes de “muerte con dignidad”, en los Países Bajos o en algunos estados de la Unión Americana, hasta la ley de voluntad anticipada en el nuestro. Se pueden dar también instrucciones precisas en algunos hospitales tales como “no resucitar” en caso de un paro cardíaco.

La posición de los médicos frente a este problema, dinámico y complejo, ha sido y es, como era de esperarse, plural y diversa. Por eso es importante abordarlo periódicamente y escuchar otras voces de la sociedad que tienen mucho que decir.

El avance de la ciencia así como las múltiples variables que condicionan la vida moderna han modificado la percepción de aquellas creencias generalizadas que daban al individuo la posibilidad de recurrir, en situaciones extremas, a un poder superior. La visión secular del mundo ha erosionado la idea de la inmortalidad personal. La providencia ha quedado marginada. No obstante, resulta curioso que más allá de las creencias estrictamente personales (respetables, en todo caso), la tendencia a negar la realidad de la muerte sea un fenómeno todavía presente. Los niños piensan que la muerte es un acontecimiento transitorio, reversible. Algunos pueblos primitivos trataban a sus muertos como si estuvieran vivos, enterrándoles con objetos que habrían de servirles para el viaje, en el inframundo. Otros, en cambio, han visto a la muerte como el tránsito hacia una vida más feliz y despiden a sus muertos con fiestas. El hinduismo postula varias vidas en sucesión con múltiples posibilidades.

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Es un hecho que ante la muerte en muchas personas se pone en juego un mecanismo de negación, una suerte de “clausura psicológica” que oculta a sus ojos la realidad inaceptable. Esta negación de la realidad como recurso protector es asumida en variadas circunstancias. La dolorosísima experiencia sufrida en los campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo, estuvo llena de relatos conmovedores de algunos supervivientes: había quienes cavaban dócilmente sus propias fosas y marchaban serena, ordenadamente, hacia las cámaras de gas. Otros, más sagaces quizá, relataron que no parecían percibir su muerte próxima como algo real. Otras experiencias reveladoras de guerra y de muerte son las de algunos pilotos protagonistas de peligrosas misiones de combate, que aseguraban que en los momentos de mayor peligro percibieron un sentimiento mágico de invulnerabilidad, es decir, una total inadvertencia de estar en peligro de muerte y no tanto, como es la creencia general, de una valentía consciente. Desde luego, no se cuestiona su heroísmo; lo que resalta es el mecanismo de defensa que se ponía en juego, la negación de la muerte, lo cual explica buena parte de su conducta temeraria.

Las actitudes ante la muerte son también muy distintas. Algunos quieren morir en su cama y otros prefieren hacerlo “con las botas puestas”. La mayor parte de los seres humanos deseamos vivir el mayor tiempo posible gozando de buena salud y morir sin sufrimiento. (De ahí que el tema de los cuidados paliativos se vuelva necesario, pues habría que recordar que el uso de opiáceos, cuando un enfermo experimenta dolor severo, es un derecho humano fundamental que todos debemos exigir.) Otros, en cambio, piensan que no ha de ser tan malo morir cuando a uno le llegue su día. Lo cierto es que desde todas las perspectivas posibles las emociones frente a la muerte siempre son complejas. Pensemos en la actitud dominante de muchos enfermos graves, que no temen tanto a la muerte como a la invalidez, a la pérdida de la dignidad y a la capacidad de bastarse a sí mismos; o la aprensión al abandono y al dolor más que a la muerte misma.

El temor a la muerte es natural. Aun las personas más religiosas, quienes no pierden la esperanza de un mundo venidero mejor que este, no siempre encuentran en su experiencia íntima un antídoto eficaz contra el miedo a morir. Una diferencia importante, eso sí, es que la persona creyente en la supervivencia del espíritu se preocupa por lo que pudiera encontrar más allá, en tanto que la persona no creyente se preocupa más bien por lo que deja tras de sí.

De acuerdo con el carácter, la edad y las circunstancias, la muerte tiene distintos significados para diferentes personas. Algunas piensan que morir es terrible y después convienen que la muerte es deseable y aun la esperan como una especie de liberación. Para otros, la idea de no haber vivido plenamente su vida es causa de gran sufrimiento cuando contemplan la inminencia del hecho.

La forma de morir tiene gran importancia. No nos es indiferente morir por una causa justa que morir por una estupidez, propia o ajena. Sir William Osler escribió que la mayor parte de los enfermos observados por él murieron tal como habían nacido; es decir, sin darse cuenta de ello. También es verdad que muchas personas han muerto con tranquilidad, sin dejar tras de sí problemas mayores, legando a los que se quedan el ejemplo de su fortaleza.

El médico no puede negarse a la muerte y por eso su reflexión en torno a sus actitudes, como a la que experimenta frente a los enfermos, es valiosa. No es común, tampoco fácil. Se afirma, no sin razón, que los médicos tememos más a la muerte que la mayoría de las personas; hay quienes incluso sostienen que el miedo es un móvil importante para haberse inclinado al estudio de la medicina. Y si bien es posible que esta interpretación sea correcta en ciertos casos, en la orientación vocacional del médico hay muchos más motivos: algunos son profundos, otros más bien superficiales. El hecho es que para el médico, para muchos médicos, la muerte sigue siendo una especie de enemigo, por lo menos uno capaz de sacudir una y otra vez sus propios sentimientos de omnipotencia y herir su vanidad. Por eso no es raro que algunos se muestren evasivos o que terminen excluyendo la idea de la muerte del campo de su interés y de su conciencia.

En general, las actitudes de muchos médicos respecto del tema son las que convencionalmente corresponden a la cultura en la que estamos inmersos. No es extraño, por tanto, que algunos tengan de la muerte un concepto estrictamente biológico y la vean en esencia como un problema técnico. Esa visión, a mi juicio, representa también una suerte de negación. La muerte de un hombre es siempre una muerte humana, cualitativamente diferente de la muerte de otros seres vivos justo por esa dimensión tan singular, tan nuestra: la dimensión humana, nuestro código común.

Existe otra arista del problema que, desde mi perspectiva, amerita una reflexión: ¿Debe el médico decir al enfermo las cosas tal cual son cuando podemos anticipar que su condición es irremediable? Diversas encuestas realizadas a lo largo de los últimos años muestran de manera contundente que nueve de cada diez enfermos prefieren que se les informe con veracidad una circunstancia así, sobre todo si han de morir pronto; en contraste, todavía cerca de la mitad de los médicos que han sido interrogados dudan sobre si deben o no decir la verdad a los enfermos en trance de muerte. En mi opinión, creo que el enfermo tiene derechos y el médico debe honrarlos, porque el médico está comprometido con la verdad. Ahora bien, la verdad puede decirse con cierta delicadeza, tratando de adaptar las formas y el lenguaje a las condiciones del enfermo, toda vez que de lo que se trata no es sólo de decir las cosas tal cual son, sino de ayudar al enfermo a poner en juego sus propios recursos para poder entender y aceptar esa verdad.

En pocas circunstancias de la práctica profesional el arte de la medicina mantiene tanta o más vigencia que su contraparte científica, al tener que confrontar a un enfermo con su fin inminente y cercano. Por eso considero que el médico no debe ocultar al enfermo la gravedad de su padecimiento, aunque sí puede dejarle abierta la posibilidad de escoger entre la aceptación de esa realidad y su negación, entendiendo esta última como un mecanismo de defensa adaptativo, inmediato, muchas veces reflejo de la complejidad de la situación, cuando esa persona requiere un poco más de tiempo para asimilar las implicaciones de la verdad médica.

En no pocas ocasiones los enfermos que expresan su deseo por saber la verdad están más bien dispuestos a aceptar las mentiras de sus familiares y a veces del propio personal de salud en complicidad activa. Ésta es una realidad cotidiana y puede convertirse en el expediente fácil para calificar otras circunstancias. En contraste, otros pacientes que insisten en saber la verdad simplemente enmudecen al escucharla y dejan de hacer preguntas. Es en estos casos cuando deben respetarse los silencios y los tiempos del enfermo, aunque también dedicarle algunos minutos adicionales a la familia para iniciar un proceso en el que deberán valorarse otras decisiones muchas veces críticas y urgentes por resolver.

Juan Ramón de la Fuente

Ex secretario de Salud, miembro de la Academia Nacional de Medicina, profesor de psiquiatría de la UNAM.

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