En la cultura está nuestra fuerza, identidad y referencias: Rafael Tovar y de Teresa

En la cultura está nuestra fuerza, identidad y referencias, por eso es una tarea fundamental del Estado: Rafael Tovar y de Teresa

Intervención de Rafael Tovar y de Teresa,  Presidente del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, Conaculta, en la entrega del Premio Internacional Carlos Fuentes a la Creación Literaria en Idioma Español, otorgado por el presidente Enrique Peña Nieto al escritor nicaragüense, Sergio Ramírez Mercado el 23 de febrero de 2015.

tovar y de teresa

Señor Presidente de la República; señor Secretario de Educación Pública; señor Rector de la Universidad Nacional Autónoma de México.

Diputada Margarita Saldaña, Presidenta de la Comisión de Cultura de la Cámara de Diputados; señor Director de la Academia Mexicana de la Lengua; maestro Sergio Ramírez; querida Silvia Lemus.

Señoras y señores:

         En el año 2012, nació el Premio Internacional Carlos Fuentes a la Creación Literaria en Español para honrar la memoria del narrador más universal de nuestras letras. Es un premio que se otorga a la trascendencia de una obra literaria y a la solidez de la carrera de su autor.

En su primera edición, el premio se concedió a Mario Vargas Llosa, con quien Carlos Fuentes sostuvo una amistad que resumía el espíritu latinoamericano de ambos escritores. Para esta segunda edición, dado el prestigio del premio, que lo convierte quizá en el más importante de América Latina, se suma a esta organización la Universidad Nacional Autónoma de México, gracias a la generosidad de su Rector, el doctor José Narro.

En aras de la pluralidad, el rigor académico y la transparencia, se convocó también a instituciones, como la Academia Mexicana y la Real Academia Española de la Lengua. Estas instituciones designan a los jurados del certamen y contribuyen a la universalidad de un reconocimiento a una obra y a un autor, pero también del idioma español, nuestra gran Patria hispanoamericana.

Este año, el jurado integrado por Mario Vargas Llosa, Juan Goytisolo, Gonzalo Celorio, Soledad Puértolas y Margo Glantz, designó como ganador al escritor nicaragüense Sergio Ramírez por, y cito el acta: conjugar una literatura comprometida con una alta calidad literaria y por su papel como intelectual libre y crítico de alta vocación cívica.

Con su obra, con su pensamiento, con su visión del mundo, Carlos Fuentes contribuyó a consagrar estos mismos valores como pilares del papel de la literatura en la construcción del mundo democrático y de la sociedad abierta, incluyente y participativa de hoy.

Demostró que la misión del escritor es no sólo escribir bien, sino en muchos casos, dar voz a la comunidad y hacerlos comprender mejor las realidades de este mundo y sus posibilidades de cambio.

A un año de la conmemoración del Centenario de su muerte, Rubén Darío, otro nicaragüense universal, con su obra nos recuerda también, que la lengua y la imaginación literarias construyen vasos comunicantes entre los pueblos y dan voz a sus hombres y mujeres.

En 1910, México fue parte de las misiones y afanes incesantes de Rubén Darío, cuando vino representando a su país a las conmemoraciones de nuestra Independencia.

Y más allá de las circunstancias políticas que le impidieron cumplir este papel, al llegar a Veracruz, un golpe de Estado derrocó al gobierno que representaba y recibió de nuestro país muestras emotivas de afecto y de que su mensaje humano e intelectual estaba y estaría siempre en el espíritu de nuestro pueblo, porque la cultura, parafraseando la cita célebre, es lo que queda cuando se ha olvidado todo.

La cultura es esa gran reserva espiritual que viene desde el México milenario hasta la noche de ayer, cuando el talento de dos mexicanos: Emmanuel Lubezki y Alejandro González Iñárritu, ciudadanos del mundo, fueron reconocidos con el Premio Óscar, como lo fue el año pasado Alfonso Cuarón también, y como lo han sido muchos artistas de México en otras disciplinas, que cruzan fronteras y con su esfuerzo personal triunfan.

Porque es la cultura donde está nuestra fuerza, identidad y referencias, todos los retos, los obstáculos y desafíos por los que pasa una sociedad son coyuntura.

Y justamente por eso, no podemos dejar de reconocer en la cultura una fuente inagotable de esperanza, fortaleza y trabajo, para dar horizonte a nuestra ininterrumpida y milenaria continuidad cultural.

La tarea cultural debe ser vista con grandeza, con generosidad. No es una actividad más de una Nación, sino el sedimento donde se asienta nuestra esencia.

Es una tarea fundamental del Estado; es fundamento; es la síntesis del territorio, Gobierno y sociedad.

La cultura es de todos, porque todos la hacemos.

No hay otra tarea que tenga esa dimensión y profundidad.

Esa cultura nuestra de América, donde el idioma español respira y se potencia como en ningún otro lugar del mundo, debe mucho de su riqueza a nuestros grandes escritores.

Tierra de cultura y horizonte del idioma, México es cuna y casa de grandes artistas, de grandes creadores, que lo mismo celebran las raíces milenarias que miran hacia el mundo con los ojos de la vanguardia.

Lo real maravilloso americano, decía Alejo Carpentier, para después celebrar en su histórico ensayo a las Crónicas de Bernal Díaz del Castillo, como el único libro de caballería real y fidedigno que se haya escrito.

Algo similar contó García Márquez cuando recibió el Premio Nobel, y relataba, en su peculiar estilo, las aventuras reales y de la imaginación de Antonio Pigafetta, el navegante florentino que acompañó a Magallanes a estas tierras de América.

Esa es nuestra condición, ese es el idioma que celebramos con este premio, y esos nuestros autores que hacen del español la gran Nación hispanoamericana en la diversidad de nuestras realidades, tan emparentadas, tan sonoras, tan luminosas.

Se trata hoy del reconocimiento a un narrador inteligente y preciso, cuya principal fuerza está en su capacidad evocativa y de enorme belleza metafórica, pienso, sobre todo, en su premiada novela: Margarita, está linda la mar.

En muchos de sus cuentos reunidos, por cierto, en un espléndido volumen por el Fondo de Cultura Económica, y autor de unas memorias: Adiós muchachos, libro indispensable para entender la historia política de nuestro continente y sus pasiones, alegato formidable a favor de la democracia como la mejor herramienta para cambiar nuestra sociedad.

Con su generación, y como lo ha dicho ya de manera espléndida, Sergio Ramírez, Carlos Fuentes compartió, también, con los que siguieron esa pasión latinoamericana.

La realidad de nuestro Continente, cultural y geográfico, está presente en los autores del Boom como una asignatura permanente, como una definición generacional y está, también, en las generaciones posteriores, como la del propio Sergio Ramírez.

Y lo estará en muchas generaciones más, porque la obra de Fuentes, como la de Vargas Llosa, Cortázar, García Márquez, Cabrera Infante o Rulfo, pertenecen ya a la literatura clásica y universal.

Así, también, la obra de Sergio Ramírez se ha empapado de realidad y ha celebrado a la ficción.

En La vasta lengua de la Ñ, Sergio Ramírez nos dice: una lengua se nutre de dos vertientes, la calle y la literatura; ambos son constantes espacios de invención.

El reto es, entonces, no dejar de ser creativos, ni en la calle ni en la literatura, y hay que mantener abierto el puente entre ambas.

Esa condición creativa, por cierto, nos permitió atestiguar, también, el día de ayer, la primera nominación a un Óscar de un cineasta nicaragüense. La Parka, de Gabriel Serra, estudiante de una de las mejores escuelas de cine del mundo, nuestro Centro de Capacitación Cinematográfica, lo que es una muestra de lo que el cine en México produce, y del diálogo creativo que hemos establecido con Latinoamérica. Esa nuestra realidad.

Aquí en estas tierras frutales y volcánicas que Cervantes, símbolo del idioma jamás pisó, pero donde se avecindó El Quijote o, como lo diría Sergio Ramírez, de haberse escrito El Quijote en América, imaginemos al Hidalgo Manchego, cabalgando por los páramos de la cordillera oriental de Los Andes, o por la planicie costera de Chiapas, o haciendo estaciones el ardiente litoral del Caribe Cartagenero, o subiendo las alturas del Altiplano Andino, en el techo americano del mundo, como subió por las estribaciones de la sierra moderna en busca de la Cueva de Montesinos.

Metáfora de nuestro idioma, que sube cordilleras, desembarca en nuestras playas, se asoma por las nubes, siembra y mira al sol ponerse detrás de las montañas, es piedra lisa de río y voz de las comunidades que dicen México y dicen Nicaragua.

Sergio Ramírez, que tiene una nieta mexicana, que tiene un cielo en México, recibe hoy el premio que lleva el nombre de Carlos Fuentes. Autores de dos obras emparentadas por el asombro, la luz y la oscuridad; el clima y el paisaje; la inteligencia y la imaginación.

Muchas gracias.

Moderador: Invitamos con respeto al Presidente de los Estados Unidos Mexicanos, licenciado Enrique Peña Nieto, a entregar el Premio Internacional Carlos Fuentes a la Creación Literaria en Idioma Español, al escritor nicaragüense, maestro Sergio Ramírez Mercado.

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(ENTREGA DE PREMIO)

-Moderador: Sean tan amables de ocupar sus lugares, damas y caballeros, para escuchar al escritor nicaragüense y ganador del Premio Internacional Carlos Fuentes a la Creación Literaria en Idioma Español, maestro Sergio Ramírez Mercado.

 Intervención del Maestro Sergio Ramírez Mercado

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Señor Presidente de los Estados Unidos Mexicanos; señor Secretario de Educación, señor Rector de la Universidad Autónoma de México; querida Silvia Lemus de Fuentes; querido Rafael; queridos amigos todos.

Miembros del presídium de este acto:

Cuando recibí la noticia de que me había sido concedido el Premio Internacional Carlos Fuentes a la Creación Literaria en Idioma Español, pensé, y así lo declaré entonces, que los astros se habían alineado de manera propicia en mi favor, como ocurre tan pocas veces en la vida.

Y es que no podía aspirar a mejor conjunción: un premio que lleva el nombre de Carlos Fuentes, para el cual propuso mi candidatura la Fundación Internacional de Periodismo Gabriel García Márquez; cuyo primer ganador en la primera convocatoria, hace dos años fue Mario Vargas Llosa; y que se me otorgaba en el centenario del nacimiento de Julio Cortázar.

Fueron ellos quienes me abrieron el camino de la escritura desde la adolescencia y quienes cada cual, desde su propio territorio de la imaginación, dueños de una obra distinta y de un estilo distinto, ejercieron en mi generación, la que le siguió, un magisterio imperecedero.

Y por si fuera poco, un premio concedido por México, que se otorga bajo el patrocinio conjunto del Consejo Nacional de la Cultura y de las Artes, en representación del Gobierno de la República y, de la tantas veces ilustre Universidad Nacional Autónoma de México.

Mi paisano, el gran poeta de la lengua, Ernesto Cardenal, honrado también por México, al abrirse las puertas de la sala mayor del Palacio Nacional de Bellas Artes a su poesía en diciembre pasado, decía que ésta era su segunda Patria, algo que yo puedo afirmar también, con la misma convicción sentimental.

Aunque nunca he vivido en esta tierra de continuo,  una tierra de tan infinitos contrastes, donde los portentos de la realidad desafían tantas veces a la imaginación, han sido innumerables mis viajes a lo largo de 50 años, en cada ocasión, como uno de esos personajes de Gógol, que llega de las Estepas a las puertas de Petersburgo con el mismo asombro y alegría de la primera vez.

Pero además, puedo afirmar que México es mi Patria literaria, desde que Juan Rulfo me enseñó que La desolación de Comala era también la de América Latina, repetida en la urdimbre de murmullos de sus muertos; desde que conocí la orfebrería que es la prosa innumerable de don Alfonso Reyes; desde que penetré en los laberintos de la poesía de Xavier Villaurrutia y de Octavio Paz; y desde que me hice de la mistad entrañable de tantos escritores y escritoras mexicanos, muchos de ellos presentes en esta sala, y he compartido sus mundos de invención.

Y al recibir este premio, representado por una escultura del gran artista y amigo, Vicente Rojo, no puedo olvidar a los escritores y artistas centroamericanos que fueron acogidos por México, tierra generosa de asilo, cuando se vieron forzados a exiliarse por tantos infortunios, como nos han asolado en Centroamérica, persecuciones, golpes de Estado, dictaduras, intervenciones extranjeras y guerras civiles.

El general Sandino, el primero de ellos, escritor a su manera, que iluminó en las hermosas palabras de sus cartas y manifiestos, su hazaña de defender la soberanía de mi Patria, tantas veces puesta en riesgo y tantas veces mancillada por potencias extranjeras de un Siglo a otro Siglo; una historia que parece una rueda, que gira cada vez bajo un nuevo impulso, para regresar siempre al mismo lugar.

Salomón de la Selva, nicaragüense también, que escribió un inigualable canto a la Independencia de México; lo mismo que Ernesto Mejía Sánchez, poeta y ensayista, discípulo de don Alfonso Reyes y compilador de su obra.

El polígrafo hondureño don Rafael Helidoro Valle; los guatemaltecos Carlos Mérida, artista plástico; Luis Cardoza y Aragón, poeta y ensayista; Augusto Monterroso, narrador y maestro de narradores; Carlos Solórzano, dramaturgo; el escritor y dibujante Francisco Zúñiga, lo mismo que la cantante Chavela Vargas; la novelista Yolanda Oreamuno y la poeta Eunice Odio; los cuatro últimos, costarricenses.

Centroamericanos todos, se fundieron con México y México se fundió con ellos.

Este Premio pone al maestro delante de su discípulo, porque de Carlos Fuentes aprendí lecciones de escritura, desde aquellos años de mi temprana juventud, cuando en mis primeros viajes a México bajaba ansioso las escaleras de la librearía El Sótano para encontrarme con sus libros, entre ellos Aura, el primero de los suyos que leí y que creó en mí la desazón del misterio; con Cantar de Ciegos, que me enseñó la magia de la precisión, y con La región más transparente, todo un tejido (inaudible) de voces y una relevación de las claves de la escritura.

Siempre admiré en Fuentes esa ambición ecuménica suya de tocar todos los registros y ver siempre en la historia una fuente de imaginación que nunca se agota.

Desde su investidura de novelista supo que la vida contemporánea debe estar sujeta a una revisión crítica incesante, y que bajo ese prisma debe ser vista, también, la historia; no sólo exponer la realidad, también, enfrentarla y juzgarla, nunca quedarse como testigo pasivo.

Desde: La muerte de Artemio Cruz, a Años con Laura Díaz, a La silla del águila, la historia de México vuelve siempre a ser expuesta con una calidad que yo llamaría profética.

Vio con lucidez que la historia de su país estaba compuesta por planos superpuestos; la pirámide azteca de los sacrificios, el cuchillo de obsidiana y la sangre humeante en la piedra; abajo del oscuro inframundo que gobernaba las existencias, y donde el mal escondía sus dientes y su garras; y luego, sobre las ruinas los edificios coloniales, conventos y cabildos de la parafernalia virreinal, que también estaba hecha de las mismas piedras del poder.

La épica lucha por la independencia, el trágico imperio de opereta de Maximiliano, Santa Anna que mandó celebrar sus funerales a su pierna mutilada, El Porfiriato, la épica de la Revolución; Fuentes pintó con palabras todo un mural en movimiento, como los que Diego Rivera y José Clemente Orozco pintaron con los pinceles pasados por la pólvora y el fuego.

Pero al pintar la historia de México con los colores de la imaginación, que nunca desprecian la realidad, pintaba, también, a América Latina y nos enseñaba en su visión ecuménica, que somos un organismo vivo de vasos comunicantes, realidades compartidas, sueños y derrotas, también, compartidos, desilusiones y esperanzas compartidas, que nuestra identidad está en la diversidad.

Porque tenemos una sola visión que se expresa de muy diferentes maneras en la misma lengua, que es una y diferente; compartimos la múltiple exploración de temas en los que nos descubrimos; la multiplicidad de lenguaje; la experimentación como un desafío de la escritura; las maneras en que cada uno de nosotros como escritores asume la realidad de su propio país, y convierte a la escritura en una permanente expresión de inconformidad y advertencia.

Antes, los temas literarios comunes de nuestra América fueron las satrapías militares, los dictadores (inaudible) el infierno verde de los enclaves bananeros, las intervenciones militares extranjeras, las revoluciones y las guerras civiles y, otro aún hoy no dilucidado, el de la lucha permanente entre civilización y barbarie.

Y otro,  tampoco dilucidado todavía, el de la marginación  y la miseria, los abismos de la desigualdad que no terminan de cerrarse y que llevan a la angustiosa odisea de las migraciones masivas hacia la frontera con los Estados Unidos.

En nuestro mundo contemporáneo real, del que la literatura no es sino un espejo (inaudible), las viejas Parcas se visten hoy de sicarios.

Vista en su conjunto, la anormalidad de nuestra historia, es en el presente una macabra fotografía de cuerpos regados en un baldío, un titular en letras rojas sobre una masacre. Pero en la vida y en la muerte de cada uno de esos seres, cuyas vidas han sido cortadas, hay siempre una historia que contar.

Y la novela es eso, descender al infierno de cada vida, de cada cuerpo mutilado, de cada cuerpo incinerado, porque la literatura no se ocupa de lo general como los titulares de los periódicos, sino de lo específico, que son los seres humanos vistos en singular.

Hemos buscado siempre indagar en la sustancia de la realidad para nutrir la imaginación, porque nuestra historia ha vivido un estado de anormalidad permanente y esa anormalidad se trasmuta a la literatura.

Las anormalidades varían, pero sus inclemencias persisten y nos fijamos en ellas porque asombran y porque son, antes que nada, anormalidades éticas.

La anormalidad que vivimos es (inaudible) el desajuste entre lo que queremos y lo que somos.

En América Latina sufrimos alguna  incongruencia de que los principios que inspiraron las luchas por la independencia siguen escritos en la letra de las constituciones, pero no terminan de abatir la desigualdad y crear prosperidad, ahí donde el crimen y el terror, y también la demagogia se incuban en la pobreza.

Los novelistas también hemos sido cronistas de la violencia, de las revoluciones, como lo fue Carlos Fuentes.

Fui protagonista en mi Patria, de una revolución triunfante y puedo decir que la de hoy en Nicaragua y en América Latina no es una violencia que busca transformar la sociedad para hacerla más justa, sino una violencia criminal para envilecerla, pero tiene la misma raíz, porque se alimentan de la pobreza.

Para entrar en el Siglo XXI debemos dejar atrás, primero, el Siglo XIX.

Los escritores latinoamericanos somos cronistas de hechos y debemos registrarlos, exponerlos a la luz pública, iluminarlos.

Somos testigos privilegiados de las ocurrencias de la vida cotidiana, trastocada por la violencia, el miedo, la inseguridad, la corrupción, las grandes deficiencias del Estado de Derecho. Somos testigos de cargo.

Mi oficio es levantar piedras decía José Saramago, no es mi culpa si debajo de esas piedras lo que encuentro son monstruos que quedan al descubierto. El escritor no es otra cosa que un cazador de monstruos.

La palabra siempre ha luchado por defenderse de las imposiciones intransigentes de las dictaduras militares, de los autoritarismos mesiánicos, de los sectarismos religiosos, de los nacionalismos extremos, de la veleidad desde el poder económico, de la intransigencia dogmática, de las ideologías totalizantes que pretenden imponer un pensamiento único, lo que significa también, imponer la mediocridad.

La literatura no existe para convencer a nadie sobre credos y propuestas ideológicas, sino para hacer preguntas.

Cuando el escritor se expresa como ciudadano desde la tribuna que le da la literatura, su voz se multiplica porque es escuchado. Está ejerciendo, entonces, su primer deber cívico, como enseñó Fuentes, que es el de nunca callarse frente a las injusticias, las imposiciones y las ignominias.

Puede ser que un libro no cambie el mundo, pero sí que cambie a quien lo ha escrito y que cambie también a quien lo lee, porque la imaginación tiene un poder soberano.

Pero un libro debe ser para un escritor un territorio libre de imposiciones, libre de la cobardía, la autocensura y, al mismo tiempo, libre de la pretensión de imponer verdades.

La verdad siempre estará sujeta a revisión, porque las creencias eternas se vuelven inmóviles y la inmovilidad significa la muerte.

Tanto como la homogeneidad del pensamiento, la creencia de que el mundo puede ser cambiado desde los libros es una arrogancia. Más bien, el mundo debe ser interrogado una y otra vez desde los libros. Es ahí donde reside ese poder incesante y soberano de la imaginación.

Quiero terminar agradeciendo a mi esposa Tulita la compañía de los largos 50 años que hemos vivido juntos. A ella le ha tocado siempre inventar las horas para que yo pueda escribir. Ella y mis hijos, y mi nieta nacida en México, han venido conmigo desde Nicaragua para celebrar este momento hermoso de nuestras vidas.

Y mil gracias a México, señor Presidente, por este Premio que recibo con emoción y alegría, y que al honrarme a mí, honra al pequeño país de donde vengo y honra a la literatura centroamericana.

Muchas gracias.

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