Ha muerto un ruiseñor. ¿Cuántos más hacen falta para que deje de darle igual al resto del mundo?
Ha muerto un ruiseñor. ¿Cuántos más hacen falta para que deje de darle igual al resto del mundo?
- Europa vive la peor crisis de refugiados desde la II Guerra Mundial
- Se ha convertido en el único refugio para las 330 mil personas que están huyendo de países azotados por la guerra y el hambre
Un niño murió durante el naufragio de una embarcación de migrantes que cobró la vida de al menos 12 sirios, que formaban parte de un grupo de 30 que intentaba llegar a Grecia. Fotografías de esta tragedia han causado indignación generalizada al difundirse alrededor del mundo vía redes sociales, principalmente bajo la etiqueta en idioma turco #KiyiyaVuranInsanlik, que en español significa “la humanidad que trajo la marea”.
Gracias a Nilufer Demir y a los medios de comunicación independientes sabemos que se llamaba Aylan Kurdi, que tenía tres años y que murió junto a su hermano de cinco, Galip Kurdi, y su madre.
Era un niño más que intentaba alcanzar la isla griega de Kos. Su familia pagó cerca de mil dólares a los traficantes por cada una de las plazas del bote que salió hace días desde la costa turca, en Alihoca, cerca de Bodrum. Eran seis, pero el mar se cobró la vida de cuatro. Tres de ellos eran niños.
Ninguno llevaba chaleco salvavidas. No sabían nadar. La ruta Bodrum-Kos es corta, de unos 24 kilómetros, pero peligrosa. El mar los engulló de un trago y los escupió sobre la arena de Kos, donde un guardia costero recogió sus cuerpos con cuidado, intentando no dañar a quienes siempre son más vulnerables.
La fotógrafa de Reuters, Nilufer Demir, encuadró, enfocó y capturó a uno de ellos en una foto que de inmediato dio la vuelta al mundo. Hace medio siglo, la escritora estadounidense Harper Lee conmocionó a la sociedad de su tiempo con la novela Matar un ruiseñor, donde se sirve del punto de vista de una niña para abordar asuntos trascendentales como la injusticia racial, la destrucción de la inocencia, los prejuicios morales… Esta vez, una imagen contiene una carga de denuncia social equivalente.
Gracias a esta imagen, el mundo sabe hoy que el niño sin nombre se llama Aylan Kurdi, tenía tres años y murió junto a su hermano de cinco (Galip) y junto a su madre. Con ellos viajaba también Zeynep Abbas Hadi, madre de cuatro hijos, tres de los cuales nunca se levantaron de la orilla de Kos. Todos ellos huían del horror de Siria, un país descompuesto tras más de cuatro años de barbarie y sangre a sus espaldas. Aquella es una guerra que expulsa a diario a 6.000 personas, un agujero negro en el que han desaparecido 120.000 seres humanos, incluidos 14.000 niños sin nombre.
Gracias a la instantánea de Nilufer Demir, anoche en Múnich una oleada de ciudadanos se apresuraba a llevar comida y mantas a los refugiados que viven en la estación ferroviaria de la ciudad. Al término de la jornada, la masa de las redes sociales clamaba “#KıyıyaVuranİnsanlik” (la humanidad llegó a la orilla) y la etiqueta #Yosoyrefugiado se convirtió en tendencia en España, donde Barcelona y Madrid han alzado ya la mano para convertirse en “ciudades refugio“.
Ruido y más ruido para que la clase política de toda Europa sienta la necesidad de hacer algo, más allá de declaraciones bienintencionadas y deliberaciones sobre cupos de acogida.
“Cuando hay madres tratando de evitar que sus hijos se ahoguen en un naufragio. Cuando la gente es abandonada y se asfixia en la parte trasera de un camión por mafias diabólicas de traficantes y cuando cadáveres de niños aparecen varados en la orilla, Reino Unido tiene que actuar”, lamentaba la líder laborista Yvette Cooper, en declaraciones a The Independent. “Ninguna persona decente, y más si es padre, puede dejar de sentirse conmovida”, juzgaba mucho más cerca un sentido ministro Margallo.
Sin embargo, ninguno de estos gobiernos (incluido el español) ha sido capaz de contribuir al desarrollo de una respuesta europea conjunta que detenga esta sangría humanitaria. A la hora de la verdad, vuelve a parecer que Europa no es Europa, sino una suma de 27 estados con 27 puertas distintas, pero igualmente cerradas.
No sabremos nunca cómo se llamaban los cientos de niños sin nombre que según datos de ‘Save the Children’ han sido rescatados en los últimos días en la franja del Mediterráneo, ese transitado paso que separa Italia del norte de África.
ACNUR estima que solo en lo que llevamos de año 2.500 personas perdieron la vida tratando de llegar a Europa. “Les da igual si mueren o no”, dijo uno de los supervivientes a este viaje mortal. Ahora la tragedia ya tiene su icono. Ha muerto un ruiseñor. ¿Cuántos más hacen falta para que deje de darle igual al resto del mundo?
La imagen del cadáver diminuto de un niño sirio al que las olas depositan en las costas turcas se clavó ayer en la retina de los europeos como símbolo del drama migratorio. Esa huella gráfica de un naufragio que costó la vida al menos a otro niño —también fotografiado— y a una decena de adultos condensa la gravedad de un fenómeno que está sacudiendo al continente. Más de 23.000 inmigrantes que lograron cruzar el Mediterráneo han arribado a las costas griegas en la última semana. Se trata de un 50% más que en los siete días anteriores. La UE busca medidas de emergencia ante una crisis que desborda a sus dirigentes.
La desesperación que conduce a lanzarse al mar huyendo de la guerra queda plasmada en esa foto del pequeño sirio al que las autoridades turcas encontraron sin vida en la playa de Bodrum. La barca en que viajaba naufragó cuando trataba de cruzar la estrecha franja que separa Turquía de la isla griega de Lesbos.
El destino de los dos niños hallados muertos en la playa ilustra un drama extendido: dos millones de menores sirios viven como refugiados en otros países, según datos de UNICEF. Aunque la mayoría está en territorios vecinos, cada vez son más las familias que deciden llevarlos consigo hacia Europa. Un tercio de los migrantes que desembarcan en Grecia, principal punto de entrada de los sirios, son mujeres y niños, apunta la organización de la ONU.