La Vejez

Un texto visionario

La Vejez *

Por Simone DE BEAUVOIR

Parte I

Romper la conspiración del silencio

Cuando Buda era todavía el príncipe Sidarta, encerrado por su padre en un magnífico palacio, se escapó varias veces para pasearse en coche por los alrededores. En su primera salida encontró a un hombre achacoso, desdentado, todo lleno de arrugas, canoso, encorvado, apoyado en un bastón, balbuceante y tembloroso. Ante su asombro, el cochero le explicó lo que es un viejo: “Qué desgracia, exclamó el príncipe, que los seres débiles e ignorantes, embriagados por el orgullo propio de la juventud, no vean la vejez. Volvamos rápido a casa. De qué sirven los juegos y las alegrías si soy la morada de la futura vejez.”

Buda reconoció en un anciano su propio destino porque, nacido para salvar a los hombres, quiso asumir su condición total. En eso se diferenciaba de ellos, que eluden los aspectos que les desagradan. Y en particular la vejez. Norteamérica ha tachado de su vocabulario la palabra muerte: se habla del ser querido que se fue; asimismo evita toda referencia a la edad avanzada. En Francia, actualmente, es también un tema prohibido. Cuando al final de La fuerza de las cosas infringí ese tabú, ¡qué indignación provoqué! Admitir que yo estaba en el umbral de la vejez era decir que la vejez acechaba a todas las mujeres, que ya se había apoderado de muchas. ¡Con amabilidad o con cólera mucha gente, sobre todo gente de edad, me repitió abundantemente que la vejez no existe! Hay gente menos joven que otra, eso es todo. Para la sociedad, la vejez parece una especie de secreto vergonzoso del cual es indecente hablar. Sobre la mujer, el niño, el adolescente en todos los sectores una abundante literatura; fuera de las obras especializadas, las alusiones a la vejez son muy raras. Un autor de historietas cómicas tuvo que rehacer toda una serie porque había incluido entre sus personajes a una pareja de abuelos: “Suprima a los viejos”, le ordenaron.[1] Cuando explico que estoy trabajando en un ensayo sobre la vejez, las más de las veces me dicen: “¡Qué idea…! ¡Si usted no es vieja…! Qué tema triste…”

Justamente por eso escribo este libro: para romper la conspiración del silencio. La sociedad de consumo, observa Marcuse, ha sustituido la conciencia desdichada por una conciencia feliz y reprueba todo sentimiento de culpa. Hay que perturbar su tranquilidad. Con respecto a las personas de edad, es no sólo culpable sino criminal. Escudada en los mitos de la expansión y la abundancia, trata a los ancianos como parias. En Francia, donde la proporción de viejos es la más alta del mundo –el 12% de la población tiene más de 65 años- están condenados a la miseria, a la soledad, a la invalidez, a la desesperación. En los Estados Unidos su suerte no es más afortunada. Para conciliar esta barbarie con la moral humanista que profesa, la clase dominante toma el partido cómodo de no considerarlos como personas; si se escuchara su voz habría que reconocer que es una voz humana; yo obligaré a mis lectores a escucharla. Describiré la situación que se les presenta y la manera en que la viven; diré lo que –desnaturalizado por las mentiras, los mitos, los estereotipos de la cultura burguesa- pasa realmente en sus cabezas y en sus corazones.

La actitud de la sociedad con respecto a ellos es por lo demás de una profunda duplicidad. En general no considera a la vejez como una clase de edad definida. La crisis de la pubertad permite trazar entre el adolescente y el adulto una línea de demarcación que no es arbitraria sino dentro de límites estrechos: a los 18, a los 21 años, los jóvenes son admitidos a la sociedad de los hombres. Casi siempre esta promoción va acompañada de “ritos de pasaje”. El momento en que comienza la vejez está mal definido, varía según las épocas y los lugares. En ninguna parte se encuentran “ritos de pasaje” que establezcan un nuevo estatuto.[2] En política, el individuo conserva toda su vida los mismos derechos y los mismos deberes. El código civil no establece ninguna distinción entre un centenario y un cuadragenario. Los juristas consideran que fuera de los casos patológicos la responsabilidad penal de los hombres de edad es tan cabal como la de los jóvenes. [3]

Una especie extraña, sin  necesidades ni sentimientos

Prácticamente no se los considera una categoría aparte y por lo demás ellos no lo querrían; existen libros, publicaciones, espectáculos, emisiones de televisión y de radio destinadas a los niños y a los adolescentes: a los viejos, no.[4] En todos estos planos se los asimila a los adultos más jóvenes. Sin embargo, cuando se decide su condición económica parece considerarse que pertenecen a una especie extraña; no tienen ni las mismas necesidades ni los mismos sentimientos que los otros hombres puesto que basta acordarles una miserable limosna para sentirse en paz con ellos. Esta ilusión cómoda es acreditada por los economistas, por los legisladores cuando lamentan el peso que los no-activos representan para los activos, como si éstos no fueran futuros no activos y no aseguraran su propio futuro instituyendo la protección de las gentes de edad. Los sindicalistas no se equivocan; cuando formulan reivindicaciones siempre atribuyen una parte importante al problema de la jubilación.

Los viejos, que no constituyen ninguna fuerza económica, no tienen los medios de hacer valer sus derechos; el interés de los explotadores es quebrar la solidaridad entre los trabajadores y los improductivos de modo que éstos no sean defendidos por nadie. Los mitos y los estereotipos que el pensamiento burgués ha puesto en circulación tratan de mostrar que en el viejo hay otro. “Con adolescentes que duran un número bastante grande de años, la vida hace viejos” observa Proust; conservan las cualidades y los defectos del hombre que siguen siendo. Eso es lo que la opinión quiere ignorar. Si los viejos manifiestan los mismos deseos, los mismos sentimientos, las mismas reivindicaciones que los jóvenes, causan escándalo; en ellos el amor, los celos parecen odiosos o ridículos, la sexualidad repugnante, la violencia irrisoria. Deben dar ejemplo de todas las virtudes. Ante todo se les exige serenidad; se afirma que la poseen, lo cual autoriza a desinteresarse de su desventura. La imagen sublimada que se propone de ellos es la del Sabio aureolado de pelo blanco, rico en experiencia y venerable, que domina desde muy arriba la condición humana; si se apartan de ella, caen por debajo: la imagen que se opone a la primera es la del viejo loco que chochea, dice desatinos y es el hazmerreír de los niños. De todas maneras, o por su virtud o por su abyección se sitúan fuera de la humanidad. Es posible, pues, negarles sin escrúpulo ese mínimo que se considera necesario para llevar una vida humana.

Tan lejos elevamos ese ostracismo que llegamos a volverlo contra nosotros mismos; nos negamos a reconocernos en el viejo que seremos: “De todas las realidades [la vejez] es quizá aquella de la que conservamos más tiempo en la vida una noción puramente abstracta” ha señalado justamente Proust. Todos los hombres son mortales: lo piensan. Muchos de ellos llegan a viejos: casi nadie prevé de antemano este avatar. Nada debería ser más esperado, nada es más imprevisto que la vejez. Cuando se los interroga sobre su futuro, los jóvenes, y sobre todo las muchachas, interrumpen la vida a los 60 años cuando más. Algunos dicen: “No llegaré hasta entonces, me moriré antes.” Y otros incluso: “Me mataré antes.” El adulto se comporta como si nunca hubiera de llegar a viejo. A menudo el trabajador se queda estupefacto cuando suena la hora de la jubilación: la fecha estaba fijada de antemano, la conocía, hubiera debido prepararse. El hecho es que –a menos de estar seriamente politizado- hasta último momento ese saber le había sido extraño.

Llegado el momento, y ya al irse acercando, por lo común se prefiere la vejez a la muerte. Sin embargo, a distancia, consideramos con más lucidez a esta última. Forma parte de nuestras posibilidades inmediatas, nos amenaza a toda edad; a veces llegamos a rozarla; con frecuencia le tenemos miedo. En cambio nadie se vuelve viejo en un instante: jóvenes o en la fuerza de la edad, no pensamos, como Buda, que estamos habitados ya por nuestra futura vejez, separada de nosotros por un tiempo tan largo que se confunde a nuestros ojos con la eternidad; ese futuro lejano nos parece irreal. Y además los muertos no son nada, pero en cierta manera tranquiliza, no plantea problema. “Ya no seré”: conservo mi  identidad en esa desaparición[5]. A los 20, a los 40 años pensarme vieja es pensarme otra. Hay algo aterrador en toda metamorfosis. De niña me quedaba estupefacta y hasta me angustiaba cuando imaginaba que un día había de transformarme en persona mayor. Pero el deseo de seguir siendo uno mismo generalmente queda compensado a esa tierna edad por las ventajas considerables de la condición de adulto. En tanto que la vejez aparece como una desgracia: aun entre las gentes a las que se les considera bien conservadas, la decadencia física que entraña salta a los ojos. Porque la especie humana es aquella en que los cambios debidos a los años son más espectaculares. Los animales se consumen, se descarnan, se debilitan, no se metamorfosean. Nosotros sí. Se nos aprieta el corazón cuando al lado de una joven hermosa vemos su reflejo en el espejo de los años futuros: su madre. Los indios nambikwaras, cuenta Lévi-Strauss, tienen una sola palabra para decir “joven y bello” y otra para decir “viejo y feo”.simone

 

La vejez es algo que sólo concierne a los demás

Ante la imagen que los viejos nos proponen de nuestro futuro, somos incrédulos; una voz en nosotros murmura absurdamente que no nos ocurrirá. Antes de que nos caiga encima, la vejez es algo que sólo concierne a los demás. Así se puede comprender que la sociedad logre disuadirnos de ver en los viejos a nuestros semejantes.

No sigamos trampeando; en el futuro que nos aguarda está en cuestión el sentido de nuestra vida; no sabemos quiénes somos si ignoramos lo que seremos; reconozcámonos en ese viejo, en esa vieja. Así tiene que ser si queremos asumir en su totalidad nuestra condición humana. Por lo mismo no seguiremos aceptando con indiferencia la desventura de la postrera edad, nos sentiremos incluidos: lo estamos. Denuncia de modo flagrante el sistema de explotación en que vivimos. El viejo incapaz de subvenir a sus necesidades representa siempre una carga. Pero en las colectividades donde reina cierta igualdad – en el interior de una comunidad rural, en ciertos pueblos primitivos – el hombre maduro, sin querer saberlo, sabe sin embargo que mañana su condición será la que asigna hoy al viejo. Es el sentido del cuento de Grimm, cuya versión se encuentra en las regiones rurales de todo el mundo. Un campesino hace comer a su padre separado de la familia, en una pequeña escudilla de madera; sorprende a su hijo juntando maderitas: “Es para cuando tú seas viejo”, dice el niño. Inmediatamente el abuelo recobra su lugar en la mesa común. Entre su interés a largo plazo y su interés inmediato, los miembros activos de la colectividad inventan soluciones de compromiso. La urgencia de las necesidades obliga a ciertos primitivos a matar a sus viejos padres, a riesgo de sufrir más adelante la misma suerte. En los casos menos extremos, la previsión y los sentimientos filiales atemperan el egoísmo. En el mundo capitalista el interés a largo plazo ya no se practica: los privilegiados que deciden la suerte de las masas ya no temen compartirla. En cuanto a los sentimientos humanitarios, no intervienen. La economía está basada en el lucro, a él está subordinada prácticamente toda la civilización; sólo interesa el material humano en la medida en que rinde. Después se lo desecha. “En un mundo en mutación en que las máquinas tienen una carrera muy corta, los hombres no deben servir demasiado tiempo. Todo lo que excede de 35 años debe ser arrumbado”, dijo recientemente[6] en un congreso el doctor Leach., antropólogo de Cambridge.

La palabra “arrumbar” expresa muy bien lo que quiere decir. Nos cuentan que la jubilación es la época de la libertad y del ocio; los poetas han alabado “las delicias del puerto”.[7] Son mentiras desvergonzadas. La sociedad impone a la inmensa mayoría de los ancianos un nivel de vida tan miserable que la expresión “viejo y pobre” constituye casi un pleonasmo; a la inversa, la mayoría de los indigentes son viejos. Los ocios no abren al jubilado posibilidades nuevas; en el momento en que el individuo se encuentra por fin liberado de coacciones, se le quitan los medios de utilizar su libertad. Está condenado a vegetar en la soledad y el aburrimiento, es un puro desecho. Que durante los quince o veinte últimos años de su vida un hombre no sea más que un desecho es prueba del fracaso de nuestra civilización; esta prueba nos angustiaría si consideráramos a los viejos como hombres y mujeres, con una vida humana detrás de ellos, y no como cadáveres ambulantes. Los que denuncian nuestro sistema mutilante deberían poner de relieve este escándalo. Concentrando los esfuerzos en la suerte de los más desheredados se consigue conmover a una sociedad. Para demoler el sistema de castas, Gandhi se concentró en la condición de los parias; para destruir la familia feudal, China comunista emancipó a la mujer. Exigir que las personas sigan siendo personas  durante su edad postrera implicaría una conmoción radical. Imposible obtener este resultado con algunas reformas limitadas que dejaran intacto el sistema; la explotación de los trabajadores, la atomización de la sociedad, la miseria de una cultura reservada a un mandarinato concluyen en esa vejez deshumanizada. Muestran que hay que retomarlo todo, desde el comienzo. Por eso se guarda tan cuidadoso silencio sobre la cuestión; por eso es necesario quebrar ese silencio. Pido a mis lectores que me ayuden.

*Tomado de la Introducción del Libro La Vejez de Simone de Beauvoir. Traducción de Aurora Bernárdez. Editorial Hermes. México.1980.

 

 

[1] Referido por Francois Garrigue, Dernieres nouvelles d´Alsace, 12 de octubre de 1968

[2] Las fiestas celebradas en ciertas sociedades el día en que el individuo llega a los 60 o a los 80 años no tienen carácter de una iniciación.

[3] El procurador general Mornet abrió su requisitoria contra Pétain recordando que la justicia no tomaba en cuenta las edades. Desde hace algunos años, las “encuestas de personalidad” que preceden el proceso, pueden subrayar la edad del procesado, pero como una particularidad entre otras.

[4] La Bonne Presse acaba de lanzar una publicación destinada a la gente de edad: se limita a dar informaciones y consejos prácticos.

[5] Con mayor razón, esa identidad está garantizada para quienes creen tener un alma inmortal.

[6] Escrito en diciembre de 1968.

[7] La expresión es de Racan.

Link externo: https://es.wikipedia.org/wiki/Simone_de_Beauvoir

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