La vejez, por Simone de Beauvoir: Conclusión

La vejez, por Simone de Beauvoir

Conclusión

La sección Testimonios y documentos de T E el diario de la Tercera Edad, presenta la conclusión de  un texto visionario de la pensadora francesa

“Para que la vejez no sea una parodia ridícula de nuestra existencia anterior no hay más que una solución, y es seguir persiguiendo fines que den un sentido a nuestra vida: dedicación a individuos, colectividades, causas, trabajo social o político, intelectual, creador.” SB

La filósofa Simone de Beauvoir.
La filósofa Simone de Beauvoir.

La vejez no es una conclusión necesaria de la existencia humana. No representa siquiera, como el cuerpo, lo que Sartre ha llamado la “necesidad de nuestra contingencia”. Muchos son los animales que mueren – como las efímeras – después de haberse reproducido, sin pasar por un estado degenerativo. Sin embargo, es una verdad empírica y universal que a partir de cierto número de años el organismo humano sufre una involución. El proceso es ineluctable. Al cabo de un tiempo acarrea una reducción de las actividades del individuo; a menudo, una disminución de sus facultades mentales y un cambio de su actitud con respecto al mundo.

La edad provecta ha sido a veces valorizada por razones políticas o sociales. Ciertos individuos – por ejemplo, en la antigua China, las mujeres –  han podido  verla como un refugio contra la dureza de la condición de adulto. Otros se complacen en ella por una especie de pesimismo vital: si el deseo de vivir se presenta como una fuente de desventura, es lógico preferir una semimuerte. Pero la inmensa mayoría de los hombres acogen la vejez con tristeza o con rebeldía. Inspira más repugnancia que la misma muerte.

Y en efecto, más que la muerte es la vejez lo que hay que oponer a la vida. Es su parodia. La muerte transforma la vida en destino; en cierta manera la salva confiriéndole la dimensión de lo absoluto: “Tal como en sí mismo al fin la eternidad lo cambia.” Suprime el tiempo. Los últimos días de ese hombre a quien se entierra no tienen más verdad que los otros; su existencia se ha convertido en una totalidad cuyas partes están igualmente presentes en la medida en que nada se apodera de ellas. Víctor Hugo, a la vez y para siempre, tiene 30 años y 80. Pero cuando tenía 80, el presente vivido obliteraba el pasado. Esa supremacía es entristecedora en los casos – casi todos – en que el presente es una degradación o incluso un desmentido de lo que ha sido. Los acontecimientos pasados, el saber adquirido conservan su lugar en una vida extinguida: han sido.  Cuando el recuerdo se desmenuza, se hunde en una noche irrisoria: la vida se deshace punto tras punto como un pullover usado, dejando en las manos del anciano sólo pedazos de lana informes. Peor aún, la indiferencia que lo ha ganado impugna sus pasiones, sus convicciones, sus actividades; así, cuando M. de Charlus arruina con un saludo el orgullo aristocrático que había sido su razón de ser, cuando Arina Petrovna se reconcilia con su hijo odiado. ¿Para qué haber trabajado tanto si uno se da cuenta, según las palabras de Rousseau, de que es un esfuerzo inútil, si ya no se concede ningún valor a los resultados obtenidos? El desprecio de Miguel Ángel por sus “monigotes” es desgarrador; si lo acompañamos sus últimos años, sentimos tristemente con él la vanidad de sus esfuerzos. Una vez muerto, esos momentos de desaliento nada pueden contra la grandeza de su obra. No todos los viejos son dimisionarios. Muchos se distinguen, al contrario, por su obstinación. Pero entonces suelen convertirse en caricaturas de sí mismos. Su voluntad persevera por una especie de fuerza de inercia, sin razón o incluso contra toda razón. Han comenzado por querer proponiéndose cierto fin. Ahora quieren porque han querido. De una manera general, en ellos, los hábitos, los automatismos, las esclerosis sustituyen las invenciones. Hay algo de cierto en esta frase de Faguet: [1] “La vejez es una comedia continua que representa un hombre para ilusionar a los otros y a sí mismo, y es cómica sobre todo porque representa mal.”

La moral predica la aceptación serena de los males que la ciencia y la técnica no pueden suprimir: el dolor, la enfermedad, la vejez. Soportar valientemente ese estado que nos disminuye sería, pretende, una manera de engrandecernos. A falta de otros proyectos, el hombre de edad podría comprometerse en éste. Pero es jugar con las palabras. Los proyectos sólo conciernen a nuestras actividades. Soportar la edad no lo es. Crecer, madurar, envejecer, morir: el paso del tiempo es una fatalidad.

Para que la vejez no sea una parodia ridícula de nuestra existencia anterior no hay más que una solución, y es seguir persiguiendo fines que den un sentido a nuestra vida: dedicación a individuos, colectividades, causas, trabajo social o político, intelectual, creador. Contrariamente a lo que aconsejan los moralistas, lo deseable es conservar a una edad avanzada pasiones lo bastante fuertes como para que nos eviten volvernos sobre nosotros mismos. La vida conserva valor mientras se acuerda valor a la de los otros a través del amor, la amistad, la indignación, la compasión. Entonces sigue habiendo razones de obrar o de hablar. Muchas veces se aconseja a las gentes que “se preparen” para la vejez. Pero si sólo se trata de economizar dinero, elegir el lugar donde se va a vivir después de la jubilación, prepararse hobbies, llegado el momento no se habrá adelantado nada. Vale más no pensar demasiado en ella pero vivir una vida de hombre lo bastante comprometida, lo bastante justificada como para seguir apegado incluso cuando se han perdido todas las ilusiones y se ha enfriado el ardor vital.

El filósofo Bertrand Russell, discutiendo en la BBC, a los 87 años de edad.
El filósofo Bertrand Russell, discutiendo en la BBC, a los 87 años de edad.

Pero esas posibilidades sólo son concedidas a un puñado de privilegiados; en los últimos años es cuando se ahonda más el foso que existe entre éstos y la inmensa mayoría de los hombres. Comparándolos, podremos responder a la pregunta planteada al comienzo de este libro: ¿Qué hay de ineluctable en la declinación de los individuos? ¿En qué medida la sociedad es responsable?

Ya lo hemos visto: la edad en que comienza la decadencia senil siempre ha dependido de la clase a la que se pertenece. Hoy un minero es a los 50 años un hombre acabado mientras que entre los privilegiados muchos llevan alegremente sus 80 años. Iniciada más temprano, la declinación del trabajador será también mucho más rápida. Los años que “sobreviva”  su cuerpo descalabrado, será presa de las enfermedades, los achaques. En cambio, un anciano que ha tenido la suerte de cuidar su salud puede conservarla casi intacta hasta su muerte.

En la vejez los explotados están condenados, si no a la miseria, por lo menos a una gran pobreza, a alojamientos incómodos, a la soledad, lo que les produce un sentimiento de decadencia y una ansiedad generalizada. Se hunden en un embotamiento que repercute en el organismo; incluso las enfermedades mentales que los afectan son en gran parte producto del sistema.

Aunque conserva salud y lucidez, el jubilado es igualmente presa de ese terrible flagelo: el tedio. Privado de dominio sobre el mundo es incapaz de recobrarlo porque fuera de su trabajo su tiempo libre estaba alienado. El obrero manual no consigue siquiera matar el tiempo. Su ociosidad triste conduce a una apatía que compromete lo que queda de equilibrio físico y moral.

El matemático Andrei Kolmogorov, impartiendo una clase, a los 82 años de edad.
El matemático Andrei Kolmogorov, impartiendo una clase, a los 82 años de edad.

El daño que ha sufrido en el curso de su existencia es aún más radical. Si el jubilado se desespera por la falta de sentido de su vida presente es porque el sentido de su vida le ha sido escamoteado todo el tiempo. Una ley tan implacable como la ley de bronce[2] le ha permitido solamente reproducirse y le ha negado la posibilidad de inventar sus justificaciones. Cuando escapa a las coacciones de su profesión, sólo ve un desierto a su alrededor; no le ha sido dado comprometerse en proyectos que hubieran poblado el mundo de objetivos, de finalidades, de razones de ser.

Ese es el crimen de nuestra sociedad. Su “política de la vejez” es escandalosa. Pero más escandaloso todavía es el trato que inflige a la mayoría de los hombres en la época de su juventud y su madurez. Prefabrica la condición mutilada y miserable que es su suerte en los últimos años de su vida. Por su culpa la decadencia senil comienza prematuramente, es rápida, físicamente dolorosa, moralmente atroz porque la abordan con las manos vacías. Los individuos explotados, alienados, cuando los abandonan las fuerzas, se convierten fatalmente en “trastos viejos”, en “desechos”.

Por eso todos los remedios que se proponen para paliar la angustia de los viejos son irrisorios; ninguno de ellos puede reparar la destrucción sistemática de que han sido víctimas esos hombres durante toda su existencia. Aunque se los cuide, no se les devolverá la salud. Si se les construyen residencias decentes no se les inventará la cultura, los intereses, las responsabilidades que darían un sentido a sus vidas. No digo que sea totalmente inútil mejorar, en el presente su condición, pero es no da ninguna solución al verdadero problema de la edad postrera: ¿qué debería ser una sociedad para que en su vez un hombre siga siendo un hombre?

La respuesta es sencilla: sería necesario que siempre hubiese sido tratado como un hombre. En la suerte que asigna a sus miembros inactivos, la sociedad se desenmascara; siempre los ha considerado como material. Confiesa que para ella sólo el lucro cuenta y que su “humanismo” es pura fachada. En el siglo XIX las clases dominantes asimilaban explícitamente el proletariado a la barbarie. Las luchas obreras han conseguido integrarlo en la humanidad. Pero sólo mientras es productivo. De los trabajadores viejos la sociedad se aparta como de una especia extraña.

Por eso se sepulta la cuestión en un silencio deliberado. La vejez denuncia el fracaso de toda nuestra civilización. Lo que hay que rehacer es el hombre entero, hay que recrear todas las relaciones entre los hombres si se quiere que la condición del anciano sea aceptable. Un hombre no debería llegar al final de su vida con las manos vacías y solitario. Si la cultura no fuera un saber inerte, adquirido de una vez por todas y luego olvidado, si fuera práctico y viviente, si gracias a ese saber el individuo tuviera sobre su medio un poder se realizara y renovara en el curso de los años, a toda edad sería un ciudadano activo, útil. Si no estuviera atomizado desde la infancia, encerrado y aislado entre otros átomos, si participara en una vida colectiva tan cotidiana y esencial como su propia vida, jamás conocería el exilio. En ninguna parte, en ninguna época, se han realizado estas condiciones. Los países socialistas se acercan a ellas un poco más que los países capitalistas, pero aún están muy lejos.

En la sociedad ideal que acabo de evocar se puede soñar con que la vejez no existiría por así decirlo. Como ocurre en ciertos casos privilegiados, el individuo, secretamente debilitado por la edad por no disminuido en apariencia, tendría un día una enfermedad a la que no podría resistir, y moriría sin haber sufrido degradación. La edad postrera se conformaría realmente a la definición que dan ciertos ideólogos burgueses: un momento de la existencia diferente de la juventud o de la madurez, pero con su equilibrio propio y que deja abierta al individuo una amplia gama de posibilidades.

Estamos muy lejos de eso. La sociedad sólo se preocupa del individuo en la medad en que produce. Los jóvenes lo saben. Su ansiedad en el momento en que abordan la vida social es simétrica a la angustia de los viejos en el momento en que quedan excluidos. El joven teme esa máquina que va a atraparlo, trata a veces de defenderse a pedradas: el viejo, rechazado por ella, agotado, desnudo, no tiene más que ojos para llorar. Entre los dos la máquina gira, trituradora de hombres que se dejan triturar porque no imaginan siquiera que puedan escapar. Cuando se ha comprendido lo que es la condición de los viejos, no es posible conformarse con reclamar una “política de la vejez” más generosa, un aumento de las pensiones, alojamientos sanos, ocios organizados. Todo el sistema es lo que está en juego y la reivindicación no puede sino ser radical: cambiar la vida.

[1] Ha escrito contra la vejez un ensayito rabioso: Los diez mandamientos de la vejez.

[2] Nombre dado por Lasalle a la ley que, en el sistema  capitalista, reduce el salario del obrero al mínimo vital.

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