Somos menos viejos que hace veinte años[1]

Somos menos viejos que hace veinte años[1]

André Gorz,    

Escritos inéditos, Paidós, 2010.

La sección Testimonios y documentos de T E el diario de la Tercera Edad publica un escrito inédito de André Gorz, seudónimo de Gerhart Hirsch (Austria 1923, Francia  2007); filósofo y periodista, autor de un pensamiento que comparte la filosofía, la teoría política y crítica social, iniciador de la ecología política y el altermundismo.

andre gorz

En 1960, un hombre de 36 años descubre, horrorizado, que tiene una existencia social. No digo una <<identidad>>, al contrario: una existencia en tanto que es Otro entre Otros, lo que al principio rechaza con todo el virtuosismo retórico y estilístico del que es capaz.

Había olvidado ese fragmento, publicado en Les Temps Modernes en 1961-1962, bajo el título de <<Le vieillissement>>[2] [<<El envejecimiento>>]. A la edad de 80 años, descubro asombrado a ese adolescente sin edad que era yo a los 36 años. Por primera vez en su vida, ejercía una <<profesión>>, es decir, una actividad homologada, pagada y predefinida que lo inscribía en el campo social y en la división social del trabajo. Por primera vez, los otros lo veían como uno de ellos y le prestaban sus gustos, sus deseos, su forma de vida y sus pensamientos.

Esa condición le había sido evitada hasta entonces (o prohibida, si se quiere) por los azares de la historia y del nacimiento. Hasta entonces sólo había tenido una existencia definida socialmente por lo que no era: sin patria, sin religión, sin pertenencia social o cultural, sin profesión, sin trabajo ni recursos, sin lengua materna incluso y sin un porvenir definido. Jamás había tenido edad, porque su vida no iba a ninguna parte. Y no veía ninguna buena razón para encerrarla en un oficio más que en otro.

<<Le vieillissement>> describe el instante en que la vida de ese adolescente refractario a todas las normas bascula hacia la vida de los adultos de la cual todo le es ajeno y en la que analiza con ferocidad la metamorfosis próxima que lo convertirá en Otro entre los Otros. Teme esa metamorfosis como una decadencia. Y es que siente la sociedad como un <<campo de alteridades comunes>> por las que hay que dejarse captar para existir socialmente. Los individuos sociales, piensa, sólo interactúan y se comunican enmascarados, en tanto que Otros. Sólo están unidos por lo que no son para y por ellos mismos. Únicamente las actividades artísticas, eróticas o subversivas abren a veces alguna brecha en los dispositivos de la alienación.

Empiezas a envejecer, piensa, cuando aceptas que tu vida se confunda con un recorrido socialmente predefinido y <<transcurra fuera, en las cosas>>, sometida a los imperativos de la maquinaria social. Entonces, la vida <<te hace más de lo que tú la haces>>. Te espera en el porvenir. Tu pasado cada vez pesa más y te impide socialmente cambiar de rumbo: <<ya no tienes la edad>> en la que uno se inventa. Y lo que es peor: te interesa perseverar en la misma vía, porque si cambias, pierdes <<el beneficio de lo adquirido>>. Y , por consiguiente, te das cuenta de lo que significa ser joven: es no tener nada que perder, no tener ni propiedades, ni acervo, ni intereses que defender… Es no haber hecho aún lo suficiente para saber que tus actos, al articularse con el campo social, te confieren fuera un ser inerte que obedece a las leyes y a las fuerzas de la materia trabajada por Otros y que te significa como Otro entre los Otros… Tu poder y tus derechos siempre te vienen de los Otros en tanto que eres Otro y tienes poder sobre ellos por vuestra común Alteridad. En pocas palabras, envejecer es aceptar el mundo como es y renunciar a definirte por ti mismo.

Dejo aquí las citas. Indican que <<Le vieillissement>> se va convirtiendo progresivamente en una empresa de detección de las alienaciones que el adulto debe interiorizar y que se emplean conceptos (en particular, el Otro con una o mayúscula) que son como homenajes al Satre de la Crítica de la razón dialéctica.[3] <<Le vieillissement>>, lo habían olvidado, era una experiencia a la vez personal e intelectual: un ensayo experimental que exploraba las cerraduras que las llaves sartrianas podían abrir aun cuando se las desviase de su objeto primero.

La experiencia fue considerada fecunda por Sartre y Simone de Beauvoir. Le valió a su autor ser invitado a las sesiones de un círculo feminista reunido por Éliane Victor. Nadie parecía haber demostrado tan concretamente que la edad que te hace envejecer es esencialmente una edad social. Pero la fecundidad de ese ensayo desbordaba también el tema del envejecimiento propiamente dicho. He encontrado en él temas desarrollados quince, veinte, treinta años más tarde con Herbert Marcuse e Ivan Illich: el tema de la heteronomía del consumo opulento cuyos productos fabrican sus consumidores.

A medida que el texto progresa, se va dibujando la idea de que el envejecimiento es un proceso total mediante el cual la sociedad se apodera de los individuos y los hace cada vez más impotentes para controlar sus condiciones de existencia. Estrecha cada vez más lo que Max Weber llamaba <<la jaula de la servidumbre>> (das Gehäuse der Hörigkeit) y les hace producir a ellos mismos esa jaula por la organización y los medios de trabajo que impone. La <<jaula de la servidumbre>> no es, en realidad, otra cosa que lo práctico-inerte que invade todas las esferas de actividad y todas las relaciones.

Somos menos viejos que hace veinte años, individual y socialmente. Muchos adultos no salen de la adolescencia porque se niegan a encerrarse en una profesión que impide su realización plena en vez de estimularla

Esta idea que se desarrollará en la segunda parte del <<envejecimiento>> se halla implícitamente en algunas páginas de la Crítica de la razón dialéctica. Sartre demuestra cómo las acciones de individuos que actúan por separado en un mismo campo social producen efectos colectivos que contrarrestan sus fines. Cada uno se encuentra con la acción de los otros como con una fuerza enemiga y se condena con ellos, en tanto que Otro, a una impotencia común. Es la alienación serial. <<Uno es producido en la pasividad por lo que el conjunto práctico-inerte ha hecho de lo que uno acaba de hacer>>[4] <<Todo hombre lucha contra un orden que lo aplasta y que él contribuye a sostener y a reforzar por la propia lucha que libra individualmente contra ese orden>>[5] Y ello de forma tanto más segura cuanto que el campo social está minado por dispositivos que dividen y engañan a los individuos para hacerles realizar unos fines ajenos cuando creen perseguir los suyos propios. <<El campo práctico-inerte es el campo de nuestro sometimiento a las fuerzas “maquinales” y a los aparatos antisociales.>>[6]

Para ser dueños de sus condiciones de existencia, los individuos deberían pues poder unirse en una praxis común para un fin común. Pero para ello deberían cambiar radicalmente los medios y las técnicas que mediatizan sus relaciones. La Crítica de la razón dialéctica no trata explícitamente este segundo aspecto. Pero incita a interesarse por él.

La unión de todos en una acción común (el <<grupo en fusión>>, en la terminología de la Crítica de la razón dialéctica), es el momento revolucionario por excelencia. Barre todo lo que se opone a ella. Pero para durar y asegurar el control de todos sobre un campo práctico extenso y complejo, el <<grupo en fusión>> deberá diferenciarse, institucionalizarse, organizarse en subgrupos especializados y dotar su organización de la inercia estatutaria, jerárquica y jurídica necesaria para asegurar su perennidad. La perpetuación del poder revolucionario reclama finalmente unos medios que establezcan la práctico-inercia de la cual morirá la revolución: la especialización, la serialización y la división jerárquica de las tareas.

Trasponed todo esto a una sociedad industrializada y la evidencia se impone, fulgurante: el industrialismo organiza la imposibilidad de la autorganización. La separación serial y el dominio de lo práctico-inerte están inscritos en la propia concepción de los medios de producción. La revolución <<que libera a los hombres de la alteridad y del sometimiento a los aparatos antisociales>>[7] será imposible mientras la sociedad esté estructurada por megaherramientas que exijan especializaciones, administraciones, formas de coordinación y de gestión engorrosas e incompatibles con la unificación de todos a través de una praxis autoorganizada. Esta era ya, como averiguaré más tarde, la conclusión de Max Weber: <<El universo colosal que es el orden económico moderno, fundamentad en las bases técnicas y económicas de una producción maquinista-mecánica, determina y seguirá determinando por sus exigencias apabullantes la vida de todos los individuos[…] hasta que se haya consumido el último quintal de combustible fósil>>[8].

Conclusión insoslayable: la liberación pasa por un cambio radical de los medios de producción y de las técnicas. Las herramientas del industrialismo no se prestan ni a la puesta en común ni a la apropación colectiva. La sociedad industrializada <<domina la Naturaleza pero las herramientas de su dominio dejan de serlo. […] Las herramientas y las técnicas nacidas de la división del trabajo exagerada por el capitalismo perpetúan, como un sello puesto sobre la praxis humana, la necesidad de una división perpetua del trabajo y de conocimientos cada vez más parcelarios>>. Diez años más tarde, Ivan Illich hará de la urgencia de <<cambiar de herramientas>> el centro de su reflexión.[9]

El envejecimiento se apodera, pues, de las sociedades de la misma forma como se apodera de los individuos sociales: porque son presas de lo práctico-inercia cada vez más engorrosa. Los reinicios, los cambios de rumbo, las refundaciones radicales no son posibles en las sociedades envejecidas por la complejidad y la pesadez de su maquinaria y por la naturaleza de sus conocimientos. Estas sociedades ya no son capaces de pensarse como la unión de todos sus miembros ni de proyectarse hacia un porvenir común a todos. Introducen pequeños cambios, según el lema de El Gatopardo, para que nada cambie. Aceptan que lo imposible sea imposible y prefieren adaptar el hombre al mundo antes que intentar lo contrario.

 <<Le vieillissement>> data de la época de la guerra de Argelia, de la revolución cubana, de las Ligas campesinas de Francisco Juliao en Brasil, de la teología de la liberación. La izquierda radical era tercermundista. Ponía sus esperanzas en los <<pueblos jóvenes>> a quienes <<se los destruyeron y robaron todo y no les dieron nada que merezca ser conservado (ni capitales-máquina, ni capitales-conocimientos). […] Lo que, para nosotros, es su retraso para ellos es su juventud y su ventaja: para quererlo todo, es preciso no conocer lo que nosotros conocemos, ni poseer lo que nosotros poseemos>>

Empiezan a la edad de la jubilación una segunda vida y una segunda juventud.

Yo fui, pues, tercermundista <<como todo el mundo>> en aquella época, pero por poco tiempo. Lo fui, como se verá, por razones a menudo más actuales y más compartidas hoy de lo que eran entonces. Hoy somos más numerosos que nunca los que detestamos <<un humanismo plano, un pensamiento y unas necesidades que nunca son radicales; una cultura a la vez demasiado vasta y demasiado parcial para imaginar que todo pueda alguna vez ser posible: todo un mundo para todos los hombres>>.

Sabemos que no tardará mucho en <<consumirse el último quintal de combustible fósil>>; que nuestra vida no es generalizable ni sostenible; y que habrá que inventar una civilización planetaria radicalmente nueva. Conscientemente o no, hemos roto con nuestro pasado. Somos menos viejos que hace cuarenta o veinte años, y mucho más jóvenes por nuestra convicción de que <<otro mundo es posible>>. La revolución digital provoca una inmaterialización acelerada de las riquezas, del trabajo y del capital. Las megaherramientas de la producción <<maquinista-mecánica>> y la práctico-inercia que engendran están cediendo el terreno a sistemas casi inteligentes y flexibles. La organización jerárquica impuesta desde arriba retrocede, hasta en las industrias envejecidas, ante las formas de autoorganización horizontal, y la producción autoorganizada en redes confiere al aparato productivo una apropiabilidad colectiva digital. En el movimiento del software y las redes libres, la práctica anarco-comunista de la puesta en común de los recursos tiene como protagonista a un proletariado de lo digital detentador de las capacidades humanas más indispensables para el funcionamiento de la economía.[10]

Somos menos viejos que hace veinte años, individual y socialmente. Muchos adultos no salen de la adolescencia porque se niegan a encerrarse en una profesión que impide su realización plena en vez de estimularla. La precariedad y la discontinuidad del trabajo-empleo los incitan a buscar fuera del trabajo otras actividades y otra vida. Empiezan a la edad de la jubilación una segunda vida y una segunda juventud. Yo no preveía eso a los 36 años. No preveía que, pasados los 60 años, empezaría una segunda vida con la compañera a la cual estaba unido para siempre.

[1] Proyecto de prefacio inédito para una nueva edición de El traidor, redactado en 2005

[2] <<Le vieillessement>>, Les Temps Modernes, n. 187 y 188, diciembre de 1961 y enero de 1962

[3] Jean Paul Satre, Critique de la raison dialectique, París, Gallimard, 1960 (trad. cast.: Crítica de la razón dialéctica, Madrid, Magisterio Español, 1987).

[4] Ibíd., pág. 373

[5] Ibíd., pág. 369

[6] Ibíd.

[7] Ibíd., pág. 639

[8] Max Weber, Wirtschaft und Gesellschaft, Colonia, 1954, pág. 1060 (trad. cast.: Economía y sociedad, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 2002).

[9] Una primera versión, no destinada a la publicación, de La convinencialidad (op. cit.) fue redactada por Illich en 1972 bajo el título <<Re-tooling Society>>. El CIDOC sacó una versión ciclostilada en 1972. Le Nouvel Observateur publicó algunos extractos aquel mismo año.

[10] Véase L’ inmatériel, op. cit., cap. III, <<Les dissidents du numérique>>.

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