Problemas en la Reconstrucción de la Historia

 

Problemas en la Reconstrucción de la Historia (1)

Enrique CONDÉS LARA*

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El nuevo siglo irrumpió en México con una esperanza: la de reconstruir y ventilar públicamente un capítulo de la historia reciente del país que había sido deliberadamente ocultada por los gobiernos del PRI del último tercio del siglo XX: la de los levantamientos armados de los sesenta y setenta, y su represión.

La salida del PRI de Los Pinos, acompañada de la apertura de los archivos secretos de la policía política, la creación de la Fiscalía Especial para los Movimientos Sociales y Políticos del Pasado y otras medidas de gobierno alentaron tal expectativa. Había bases para creer que se podría caminar en pos del propósito enunciado. Sin embargo, había bases también para advertir que dicha apertura tendría una vida corta.

En efecto, ni la decisión de abrir esta página del pasado ni la creación de la Fiscalía Especial eran resultado de un acuerdo de las principales fuerzas políticas del país; fueron más bien producto de una de esas decisiones improvisadas y poco meditadas que abundaron durante el gobierno de Vicente Fox y que, como muchas otras, abandonó o corrigió al poco tiempo.

En este caso, era evidente que los personajes y fuerzas que se verían afectados, muy poderosos por cierto, presionarían para anular la apertura de archivos e informativa y congelar a la Fiscalía Especial.

Como lo hicieron y lo consiguieron: la Fiscalía Especial vivió formalmente cuatro años y realmente menos, puesto que pasados tan solo poco más de dos años desde su creación en noviembre del 2001, era notorio el desinterés y el desagrado de la presidencia de la República, de la Secretaría de Gobernación y de la Procuraduría General de la República por sus actividades.

Ignacio Carrillo Prieto, fiscal especial para movimientos sociales y políticos del pasado, nunca entendió lo que sucedía. No valoró que los tiempos políticos favorables anunciábanse sumamente cortos.

Adicionalmente, hay que decir que hizo mal su trabajo. Se dejó llevar por los cantos de sirena que sonaron a su alrededor y por el encanto de las candilejas. (6) Procesar a Luis Echeverría por genocidio, como le aconsejaron y convencieron, aseguraba notas de primera plana en noticiarios y diarios del país y del extranjero, pero no el éxito jurídico.

Dejó a un lado la integración de expedientes sustentados en argumentación jurídica sólida, con documentación y testimonios consistentes, que los había y espero que no hayan desaparecido, y aunque en lo inmediato mediáticamente no hubiesen brillado tanto, aseguraban en el mediano plazo triunfos legales y políticos. Garantizaban también que se hiciera justicia y que policías y funcionarios responsables fueran a la cárcel.

No obstante, durante el breve periodo de la fiscalía, vieron la luz una considerable cantidad de publicaciones de diversa índole, desde testimonios y relatos, pasando por recopilaciones documentales, estudios de caso y ensayos, hasta alguna suerte de historias generales de la guerrilla o de la guerra sucia mexicana.  En mayor volumen, hubo reportajes y notas periodísticas en radio, mayormente en la prensa escrita y en menor medida en televisión; varios cortos y alguna película.

¿Qué es lo que quedó de todo ello?

Una decepción por el fracaso de las labores de la Fiscalía Especial. Ninguno de los altos funcionarios responsables de la represión e ilegalidades; ningún jefe policiaco o del ejército involucrado en ejecuciones extrajudiciales y desapariciones, ni siquiera algún agente torturador, asesino o ladrón, fueron debidamente procesados y enjuiciados.

Los expedientes que se integraron contra algunos de ellos fueron tan mal integrados que les permitieron salir exonerados. Doña Rosario Ibarra de Piedra señaló con insistencia en esos días que todo era un montaje: que la Fiscalía Especial y su fiscal en realidad pretendían absolver jurídicamente a los represores y asesinos armando acusaciones y juicios que les permitieran salir bien librados. Los hechos posteriores parecieran confirmar las afirmaciones de la señora Ibarra de Piedra.

Tan desafortunada experiencia dejó también malestar por la renovada apatía oficial hacia el esclarecimiento de la verdad y por los bloqueos establecidos para acceder a los archivos de la Dirección Federal de Seguridad y la Secretría de la defensa Nacional depositados en el Archivo General de la Nación.

Sin embargo, hay que mencionar además el positivo legado que se gestó en esos años: un interesante volumen de obras escritas que brindan información y deliberación nada despreciables sobre diversos aspectos del surgimiento y vida de agrupamientos guerrilleros y de sus integrantes, así como de la acción represiva  ejercida en su contra. Asimismo, seminarios y ocasionales coloquios, como este que nos reúne ahora, que reflejan algo muy importante: la existencia de una masa crítica de investigadores nuevos o en formación ‒historiadores, sociólogos, antropólogos‒ empeñados en ir más allá de lo que se ha dicho y alcanzado.

Y ya.

El recuento es insatisfactorio por una razón central: el tema no forma parte aún, no está integrado a nuestra memoria colectiva.

Es aquí donde debemos reflexionar y quisiera apuntar algunas ideas:

Una. O hemos sido incapaces para comunicar, transmitir, difundir  apropiadamente el problema. O,

Dos. La sociedad no quiere oírnos, saber más de la cuestión. O,

Tres. Estamos frente a una combinación de ambas: ineptitud para comunicar e indisposición para escuchar y comprender más allá de círculos sociales y políticos cercanos.

Veamos:

 

PUNTO UNO: PROBLEMA DE COMUNICACIÓN

Es, en primer término, un problema de comunicación porque no hemos construido o, lo hemos hecho muy parcialmente, la problemática que pretendemos difundir. Al momento no hay un estudio que brinde una explicación de fondo de las causas y motivaciones, desenvolvimiento, características, alcances  y final de las organizaciones armadas revolucionarias de los sesenta y setenta pasados; que analice su impacto en la vida de México; que desentrañe las políticas gubernamentales dirigidas a terminar con aquellos levantamientos, en los planos político, cultural, social y policiaco y que, finalmente, brinde una valoración global y a la vez concreta de todo ese capítulo de la historia de México.

Y no digo que deba haber una sola y única historia; por supuesto, puede haber varias, lo cual sería saludable. Pero, el caso es que ninguna hay hasta ahora.

Entonces, ¿cómo podemos dar a conocer, promocionar y defender algo que no tenemos?, algo que no hemos explicado, por lo menos fehacientemente hasta ahora.

Existen, repito, trabajos parciales, avances interesantes, piezas, por así decirlo, del rompecabezas, pero no el rompecabezas completo y armado. Y existen también muchas, pero muchas preguntas aún sin resolver… y puntos oscuros o, al menos, sin aclaración puntual. Interpretación, análisis, argumentación sólida, estimaciones objetivas y con fundamentación, son tareas que los investigadores interesados en el tema debemos emprender con rigor.

Es largo y difícil el camino que tenemos por delante.

El trabajo de historiar no es sencillo y quien diga lo contrario falta a la verdad. Todo intento de reconstrucción histórica es complicado y requiere de  seriedad, conocimientos, constancia e inteligencia para lograr buenos resultados. Además, hay algunos temas que son particularmente difíciles por la escasez o inconsistencia de fuentes en las que apoyarse, o por los velos ideológicos tendidos a su alrededor que no permiten acercamientos serenos y comprensión no dependiente de pasiones.

Bastante de ello está presente en el tema que nos ocupa ahora.

Nos topamos con la resistencia pasiva del poder político a la hora que pretendemos profundizar en el problema porque hay temor de remover un pasado reciente cuyas implicaciones políticas y éticas son incomodas no solo para gobernantes y funcionarios de hoy, sino también para la gloria de los dueños de periódicos y cadenas de radio y televisión consagrados, para la imagen de antiguos líderes de opinión y la “buena memoria” de magnates, empresarios y jerarcas del claro católico. Y, a fin de cuentas, porque puede poner en entredicho, ética y legalmente, estructuras del poder político en buena medida aún presentes.

Pero eso no explica todo. Han estado también presentes, y jugado su papel, cargas emocionales, vivenciales e ideológicas que no han facilitado acercamientos objetivos y tranquilos al objeto de estudio. Son comprensibles la rabia e impotencia derivadas de lo sucedido; constituyen secuelas de una dolorosa y trágica derrota. Sin embargo, no son suficientes para estudiar lo ocurrido y reconstruir la historia; es más, pueden ser un lastre que dificulta entender y sopesar el pasado.

Tampoco ayudan la idealización de personajes y de causas, ni el aire de romanticismo que impregna algunos trabajos que han hecho los agrupamientos de lucha armada mexicanos y sus protagonistas. La simpatía por una causa no debe estar por encima del espíritu analítico y crítico con el que deben conducirse el historiador, el antropólogo y el sociólogo.

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Poner las cosas en su justa dimensión debe ser permanente aspiración y obligadamente debemos alcanzarla. Se dice fácil pero no lo es, sin embargo hay que persistir.

En la primera década del siglo XXI, cuando se abrieron los archivos policiales y se creó la Fiscalía Especial, aparecieron periodistas empeñados en ser historiadores de la guerra sucia, de las guerrillas y guerrilleros mexicanos. No era para menos, el tema era nota. Sus trabajos y revelaciones lograron dos cosas: atraer la atención de gente que desconocía o era indiferente al tema y, simultáneamente, difundir y hacer pasar como ciertas muchas mentiras e inexactitudes.

Pasada la euforia, ahora tenemos la obligación de corregir y precisar pero, sobre todo, superar la superficialidad que campea en dichas publicaciones. Hay que decirlo con toda claridad: la reconstrucción histórica de este capítulo oculto del México contemporáneo no puede estar basada y supeditada a lo que se publicó en diarios y revistas de la época; ni tampoco la interpretación de lo ocurrido puede quedar reducida a una suerte de adecuación del sentido común imperante hoy en día.

Por supuesto, hay que realizar un amplio trabajo de indagación en diarios y revistas nacionales y locales, pero no podemos creer todo lo que publicaron, ni pensar que encontraremos ahí todo lo que ocurrió. A lo largo de los años sesenta y setenta, el gobierno, con el concurso de los dueños, concesionarios, directivos de los medios, de innumerables comentaristas y líderes de opinión, instrumentó políticas informativas definidas sobre esta cuestión. De un momento inicial de falta de control informativo riguroso que dio lugar a que algunas actividades de los grupos armados encontraran algún sitio en la prensa, pasó a la censura que, salvo en acciones extraordinarias de la guerrilla, imposibles de ocultar, mantuvo durante buen tiempo. Algunas actividades de los grupos armados las hizo parte de la nota roja de las páginas interiores de los periódicos, haciéndolas pasar por delitos del fuero común. A la par, estimuló y financió la publicación de artículos editoriales o de opinión que desvirtuaban las motivaciones y propósitos de la lucha armada y presentaban a los guerrilleros como bandoleros, gavilleros o asesinos comunes.

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No es entonces, ni de lejos, una simple acción de “corta y pega” la que hay que desarrollar frente al conjunto de información hemerográfica que recopilemos. Hay que tomarla con pinzas, separar la paja, rescatar y críticamente consignar nombres, fechas y lugares. Tomar informaciones como pistas, como simples pistas, y desplegar una gran labor de discernimiento. ¿Qué podría significar que el número de actividades que se publicaban fuera mayor en unos momentos que en otros? ¿Acaso aplastamiento de grupos, división interna en los grupos, cambio de táctica o del tipo de sus actividades? ¿Por qué se daban más acciones guerrilleras en unos estados y ciudades que en otras? ¿Qué había detrás de ciertos comentarios editoriales en revistas y periódicos? ¿Qué grupos aparecían y qué grupos no aparecían? ¿En dónde, cuándo? ¿Había matices o diferencias en lo que publicaban unos y lo que publicaban otros?

Preguntar a los documentos y luego volver a preguntar a los documentos; problematizar sobre la información que tenemos; pensar, formular hipótesis, construir respuestas tentativas, reformular todo o partes si fuera necesario, etc., eso es lo que debe hacer el historiador y lo que no hacen los periodistas, y no lo hacen porque su formación, perfil profesional y funciones son otras distintas. Nuestro trabajo es explicar, ahondar, el de ellos divulgar.

Además, los historiadores, así como los sociólogos y los antropólogos, evitan y deben hacerlo todo el tiempo, sustituir la historia, esto es, los hechos y su contexto, su análisis y valoración fundamentados, congruentes y razonados, por la literatura. En cambio, los periodistas son proclives a llenar los huecos o vacíos de sus historias con literatura. Sus tiempos son otros: les urge publicar en caliente, cuando la opinión pública está atenta o interesada en algo. En cambio, al historiador le interesa, o debe interesar, llenar esos huecos y vacíos con información verificada y consistente, aclarar las dudas, conocer lo que le falta por conocer, atar cabos, desentrañar; mostrar y demostrar.

Para el caso que nos atañe, además de los periódicos y revistas, tenemos otras fuentes. En primer término, los archivos oficiales: los policiales y militares: dirección federal de seguridad, investigaciones políticas y sociales y secretaría de la defensa nacional, ante los cuales también debemos mantener una sana distancia como investigadores: ¿Está en ellos registrado todo?, ¿lo que consignan sucedió tal cual?, ¿qué tanta carga anímica, cultural, educacional del que redactó  permea su reporte? Tal documentación nos dirá muchas cosas y es evidentemente muy útil, pero no nos esclarecerá un punto clave: ¿por qué?; los ideales, las profundas y complejas razones que determinaron que se hicieran cierto tipo de cosas, se entregaran vidas, hubiera muchos sacrificios. ¿Por qué lo hicieron y por qué lo hicieron así? y la conjugación e interacción de todo ello con el contexto económico, social, político y cultural, es labor y responsabilidad de los historiadores-antropólogos-sociólogos y es indispensable para esclarecer, o empezar a esclarecer, las causas.

Tampoco podemos dejar de estudiar la documentación oficial no policial: los informes presidenciales, los planes de gobierno, los ensayos y radiografías sobre la realidad y problemas socioeconómicos del país, las declaraciones de altos funcionarios, particularmente de los secretarios de Gobernación, de la Defensa y de Relaciones Exteriores; la política y convenios internacionales de México, etc. Hay que examinar sus memorias, autobiografías; diarios y  apuntes si los hay, semblanzas, entrevistas, etc. Necesitamos precisar qué pensaban, qué querían, qué hacían y por qué, para descifrar, más allá de la apariencia, la lógica y la intencionalidad profunda de sus actuaciones y motivaciones.

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Debemos localizar y reunir la documentación, las publicaciones y los escritos generados por los grupos armados y algunos de sus integrantes. Tenemos ahí una muy valiosa fuente informativa respecto de sus principios  y programas, de sus motivaciones y actividades, de sus tácticas y de su manera de enfocar su entorno social y político. No es una actividad sencilla: algunas organizaciones se interesaron más que otras en difundir sus opiniones y llamados a través de publicaciones escritas; hubo algunas que de plano no quisieron dejar testimonio escrito de sus actividades, lo cual complica el trabajo para su reconstrucción histórica. Sin embargo, en cualquiera de los casos, como se trataba de organizaciones y actividades ilegales, no es sencillo acceder a sus revistas, proclamas, volantes, circulares o manifiestos, aunque debe reconocerse que la iniciativa de antiguos militantes de la guerrilla y de algunos investigadores ha facilitado las cosas, puesto que lograron integrar buenas colecciones de dichos documentos.

Otra fuente de conocimiento se encuentra en los protagonistas, antiguos guerrilleros, familiares, testigos, que aún viven. En muchos casos no es fácil que acepten hablar del tema. Se trata de una derrota cuyas secuelas de sangre y sufrimientos no quieren recordar. En algunos otros, su memoria tiene lagunas e imprecisiones no solo por el paso del tiempo o porque la diversidad de organizaciones armadas y sus estructuras compartimentadas, les impidió tener una visión de conjunto o, al menos, mayor a su círculo más cercano, sino porque la memoria se niega en ocasiones a recordar experiencias intolerables, intensamente desagradables, lacerantes; es un mecanismo defensivo que reprime o inhibe, bloquea dicen los expertos en la materia, tales episodios. Y no es fácil superarlo, incluso con tratamiento de especialistas; la mente disfraza lo que no quiere recordar apelando a recuerdos encubridores: hay evocación  de ciertas cosas y no de otras.

También nos podremos encontrar, muy distantes de lo anterior, con distorsiones y deliberadas exageraciones de testigos o protagonistas que intenten ocultar conscientemente ciertos hechos o episodios, o bien, colocarse en una posición o desempeñando un papel que no tuvieron. Viene al caso lo que sucede con el movimiento del 68: si ahora que hay un reconocimiento social hacemos un recuento de todos aquellos que dicen haber sido integrantes del consejo nacional de huelga, no alcanzaría el cupo del Estadio Azteca para albergarlos. De igual forma, en los últimos tiempos, han aparecido, en relatos hechos por ellos mismos, extraños comandantes, jefes guerrilleros y sobresalientes y denodados militantes que intervinieron en quién sabe cuántas peligrosas acciones y de los que no se tenían antecedentes.

La memoria es, en ocasiones, traicionera. No siempre ni necesariamente corresponde con la historia real. Hay que considerar que no es inclusiva sino selectiva por naturaleza. Y marcha de la mano de su contrario, el olvido.

Sucede también a veces que, conforme aumentan las distancias temporales y espaciales, la memoria se deja llevar por los sueños, en ocasiones nostálgicos, en ocasiones amargos. La experiencia cotidiana del día a día modifica y cambia la memoria ya que no se vive sin que queden marcados en nuestra memoria diferentes sentimientos acaecidos entonces y vivencias o experiencias irrepetibles.

Así, cada vez que se recuerda algún hecho del pasado, se evocan todos estos acontecimientos y sentimientos de una manera casi real en la actualidad, de forma que si el recuerdo del pasado es  positivo, nos rodeará una atmósfera positiva y si no lo es, surtirá el efecto contrario. Hay que tener cuidado, por tanto, cuando al reconstruir los elementos del pasado basados en los testimonios directos, no se toman en cuenta las alteraciones que pueden haberse producido en los recuerdos a consecuencia de lo ocurrido entre los acontecimientos mismos y el momento de su rememoración. Advierte el filósofo y antropólogo francés Paul Ricoeur (1913-2005), contra la superposición del recuerdo con las imágenes que empujan la memoria hacia lo irreal. “La imaginación está autorizada para soñar; a la memoria, en cambio, se la exhorta a ser verdadera. A la imaginación le pedimos que sea creativa, inventora, libre, no coartada; en tanto, a la memoria le pedimos que represente con fidelidad, verazmente, aquello que no es pero que alguna vez fue”. (Definición de la memoria desde el punto de vista filosófico. En, ¿Por qué Recordar? Granica, Buenos Aires, 2006. p. 26).

 No es infrecuente encontrar que personas que vivieron situaciones dramáticas tengan recuerdos o registren los hechos de manera distinta o, de alguna manera, deformada. Podemos oír: “…sonaron cientos de disparos”, cuando en verdad pudieron ser una docena; “fue mucho tiempo el qué pasó”, en lugar, pudiera ser, de quince minutos realmente transcurridos.

Lo cierto es que pueden coexistir varias presentaciones distintas de un mismo hecho sin que por ello la historia pierda su fondo de verdad. Los hechos históricos solo se aprecian en la medida en que sean percibidos, siendo la percepción de ellos tan importante como su propia factibilidad. Es ilusorio buscar hechos que existan independientemente de su percepción. La memoria es por tanto subjetiva ya que depende de la visión que cada persona posee de ella. Así, un mismo hecho del pasado, vivido por varias personas, puede resultar bastante diferente al momento de su evocación, de su reconstrucción, ya que cada persona hace el hecho suyo en base a experiencias propias, su cultura, simpatías, prejuicios, etc.

Pero ¿cómo garantizar que la percepción de un hecho no sea arbitraria ni se aleje demasiado de aquello que llamamos realidad? Pues considerando en todo momento que entran en juego aquellos factores que inciden en la formación de la capacidad para apreciar y distinguir un hecho, en especial la tradición y la cultura.

Sin negar a nadie el valor de su testimonio, es obligación del historiador cotejar, comparar y contrastar con otros relatos, con otras fuentes y registros. Puede darse el caso de que algunos testimonios no tengan validez como visión general pero que contengan una gran riqueza en su parcialidad. Puede ser que algunos testimonios o partes de ellos correspondan con otros o que todos sean diferentes entre sí pero a la vez sean verídicos, dadas las circunstancias y situación en que estuvieron involucrados sus autores.

Por sí sola, la memoria no puede reemplazar a la historia, pero la historia no puede ignorar a la memoria, ni puede acercarse a la realidad si no la toma como una fuente que el historiador debe someter a la crítica y confrontar con otras.

En cualquier caso no podemos permanecer impasibles ante distorsiones, fábulas, falsedades y mentiras que circulen sobre el tema. Debemos, asimismo, tener cuidado de no prohijar mitos o fomentar leyendas sobre la lucha armada en el México de la segunda mitad del siglo XX y sus actores. Es decir, narraciones o relatos que atribuyan virtudes extraordinarias o dotes prodigiosas a organizaciones y personajes, y que se popularizan como historias verdaderas.

Tomemos por ejemplo el movimiento estudiantil de 1968, reducido al 2 de Octubre. Fue tan abundante y reiterado el empeño de personajes como Elena Poniatowska, Raúl Álvarez Garín y su Comité del 68, en denunciar el Tlatelolcazo, que a lo largo de los años se forjó un mito: el 68 es Tlatelolco, 2 de octubre; muchísimas personas creen ahora que el movimiento del 68 es la represión al mitin de las Tres Culturas. “El movimiento del 2 de octubre”, dicen. La riqueza, amplitud y trascendencia de la rebelión juvenil de los sesenta se pierde así en el momento represivo de la tarde del 2 de octubre de 1968.

Así como hemos desmentido sistemáticamente, durante muchos años, el mito o cuento de que los rebeldes eran una creación o estaban patrocinados por potencias extranjeras empeñadas en desestabilizar a México con fines siniestros, o que eran sostenidos por el oro de Moscú, tenemos la obligación de refutar cualquier deformación, desproporción o alteración de hechos comprobables que se intenten pasar como historia verdadera. Si atribuimos dotes o virtudes que no tenían a los dirigentes guerrilleros o exageramos sus cualidades, corremos el riesgo de no entender o explicarnos mal el desarrollo de la historia y su desenlace: tendremos que atribuirlo a razones fortuitas, azarosas, a la mala suerte. Si otorgamos a las organizaciones de lucha armada capacidades y alcances que no tenían, existentes solo en nuestra cabeza o en nuestro corazón, nos estaremos creando obstáculos para situar y explicar con precisión las causas de su derrota, a menos de que invoquemos el socorrido artificio de que el gobierno reaccionario era “muy represivo y sanguinario”.

Llegado este punto, hay que destacar un elemento determinante en el quehacer del investigador, sin el cual estaría solamente frente a montones de papeles de distinta índole, a fotografías, grabaciones y trascripción de entrevistas, a docenas de horas gastadas en archivos y bibliotecas, y cientos de kilómetros de la República recorridos en avión o transporte terrestre. Me refiero a la actividad de  discernimiento, valoración y raciocinio de las que debe hacer gala para convertir los documentos y textos que ha reunido, las indagaciones que ha realizado, el tiempo invertido expurgando acervos, localizando personas y lugares, realizando entrevistas, etc., en hipótesis de trabajo (o para hablar con más precisión nuevas hipótesis de trabajo), avances de investigación, etc., que a su vez hay que confrontar con nuevas presunciones y nuevas informaciones, con diversas opiniones para reelaborar y enriquecer lo alcanzado, hasta llegar al punto en el que considere razonablemente resueltas todas las dudas e interrogantes derivados de su investigación, esclarecidos los puntos oscuros y confusos y cubiertas lagunas de conocimiento e interpretación de los hechos; Todo esto es lo que se conoce como el trabajo de elaboración, entendido como análisis y síntesis, que además de inteligencia demanda preparación y conocimientos especializados.

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Está claro que no podremos comunicar, motivar y convencer si no contamos con la sustancia a comunicar. En tanto no construyamos y presentemos una interpretación coherente y fundamentada, sólida y bien formulada de este capítulo oscuro de la historia reciente de México, no lograremos generar los procesos de divulgación y debate público capaces de movilizar a segmentos importantes de la opinión pública, la intelectualidad y la política imprescindibles para su incorporación a la memoria colectiva de los mexicanos.

PUNTO DOS: La sociedad no quiere oír del tema

Para explicarnos la apatía prevaleciente, particularmente en muchísimos jóvenes, tenemos que tomar en cuenta varios elementos.

A lo largo de buena parte de siglo XX mexicano, los medios de comunicación, periódicos, revistas, radio y televisión, estuvieron bajo la influencia dominante del Gobierno. En especial, frente a los  asuntos de política interna y algunos hechos relevantes del acontecer internacional, se atuvieron a las directrices de la presidencia de la república,  haciendo suyas sus opiniones, callando las ocasiones que fue necesario, distorsionando hechos o difamando a opositores, etc. Este es un hecho del que hay que partir. La indiferencia responde a desconocimiento.

Sin embargo, también han estado presentes otros factores que han hecho que buena parte de la sociedad mexicana no quiera saber del asunto. Se trata de un fenómeno sociológico que se ha dado en otras latitudes:

  1. En la Francia que emerge de la II Guerra, la gente no quiso hablar ni conocer mucho del gobierno de Vichy, es decir, del régimen colaboracionista encabezado por el mariscal Pétain, héroe de la I Guerra. El mito, construido por De Gaulle, de que toda Francia, salvo unas cuantas y contadas excepciones, se opuso a los alemanes, prevaleció porque la sociedad ‒ciudadanos, medios informativos, empresarios, iglesia, partidos políticos, organismos de la sociedad civil, etc.‒ no quería revisar tan penoso expediente. Quienes estuvieron en el bando pro-Vichy, activa o pasivamente, fueron eliminados durante décadas de la memoria colectiva, con la esperanza de hacer desaparecer ese incómodo recuerdo. Así, muchos genocidas, torturadores y represores, no solamente salvaron el pellejo, sino que se integraron a sus actividades normales, en no pocos casos, de gobierno y policiales.
  2. Muchos ex-prisioneros de los campos nazis de concentración se quejaron amargamente de que nadie los quería oír durante los primeros años de la segunda posguerra. Desesperados y desconcertados, apuntaron en sus memorias y narraciones que les recomendaba “trate de olvidar, es mejor y se sentirá aliviado. Es mejor dar una vuelta de hoja al asunto”; “Rehaga su vida, sea feliz”. No era solamente por falta de información ni por incredulidad ante la dimensión de la tragedia y los terribles y relatos que presentaban judíos, rusos, gitanos, polacos, ucranianos deportados sino porque no pocos escuchas habían simpatizado con los nazis y muchísimos de ellos estaban empeñados en borrar o minimizar ese quemante fragmento de la contienda bélica porque trabajaban ya para unificar todo lo posible por unificar, haciendo a un lado su pasado, para enfrentar al nuevo enemigo: la Unión Soviética. En la vida política, la memoria cumple funciones necesariamente políticas.
  3. Con la muerte de Francisco Franco en noviembre de 1975, se abrió paso la llamada “transición española a la democracia”. Fue un pacto entre las principales fuerzas políticas y del trabajo (empresarios y sindicatos), supervisado por los países de la OTAN, para reformar sin ruptura y alteraciones sociales el sistema, abriendo espacios de participación política y electoral y reconociendo derechos democráticos básicos pero dejando intactos personajes e instituciones clave del viejo régimen, como las fuerzas armadas, la Guardia Civil y la Iglesia. El miedo extendido a una posible regresión, facilitó que se dejara de lado un recuento de responsabilidades y la rehabilitación de cientos de miles de represaliados y fusilados manera arbitraria durante el franquismo. Cuarenta años después, esta suerte de amnesia obligada, a pesar de los reclamos de historiadores e intelectuales, de familiares y descendientes de las víctimas, de organismos internacionales de derechos humanos y de la multiplicidad de evidencias y documentación recuperados a lo largo de estos años, no puede superarse aún: símbolos y personajes de la represión siguen intactos; cientos de miles de ciudadanos siguen sin ser redimidos; los gobiernos evitan pronunciarse sobre la materia y auspiciar una investigación imparcial. Así, el Estado español permanece sin ofrecer una explicación y una disculpa y en la memoria colectiva esta cuestión permanece sin el reconocimiento oficial y social que merece.

La situación en México es diferente a los casos mencionados. No hay la indiferencia impuesta y cultivada por el miedo que se dio en España; tampoco un olvido por conveniencias de política como se presentó durante la segunda mitad de los cuarenta ante los que alcanzaron a salir con vida de los campos de exterminio nazis; ni la omisión por vergüenza que se dio en la Francia de la posguerra. No obstante, lo común a las tres situaciones y al caso de México fue precisamente que vastos segmentos de la sociedad no quisieron oír ni saber más del tema. Prefirieron voltear la cara hacia otro lado.

¿Por qué, aquí, esa actitud? Hay que partir de que por encima del desconocimiento de los hechos concretos existe una opinión en la opinión pública, difusa pero muy extendida, de desagrado, cuando no rechazo, por la lucha armada emprendida en los años sesenta y setenta pasados. No es un punto de vista elaborado, consistente y plenamente consciente, salvo sí cuando procede de sectores conservadores o de grupos politizados. Del que hablamos persiste en sectores populares y de la clase media. Es  producto de una visión del México del siglo XX inculcada durante decenios a través de la educación, los medios de difusión, particularmente la televisión, las revistas populares, etc., que se conserva y reproduce cotidianamente en el seno familiar, en los ámbitos laborales, en las aulas y hasta en los centros de esparcimiento, incluidos los bares y cantinas.

Expresiones como las siguientes circulaban profusamente hace treinta, cuarenta, cincuenta años, incluso en la actualidad se expresan para referirse a esa época: “El país progresa, con errores y deficiencias, pero progresa”; “los gobiernos se esfuerzan por dotar de educación a todos, por hacer llegar los sistemas de salud hasta al pueblo más recóndito, por electrificar y comunicar al país”; “hay ladrones y corruptos pero se les debe combatir porque no son la generalidad y están en la ilegalidad”; “ahí están los resultados: tranquilidad y paz social, escuelas, desayunos escolares, clínicas y hospitales públicos y gratuitos, carreteras, luz eléctrica, control de precios de los artículos de primera necesidad”;  “falta mucho por hacer pero ahí vamos”; “no hay que quedarse callados, hay que denunciar a los caciques y exigir su eliminación”; “Señor Presidente, hay colaboradores que lo engañan”; “la Constitución es una de las más avanzadas del mundo y es resultado de las luchas del pueblo mexicano por su liberación, no es cosa de cambiar las leyes, que están bien, sino hacer que se apliquen”; “los que fallan son los hombres no las instituciones”; “estamos orgullosos de nuestra política exterior independiente y soberana que ha puesto en alto el nombre de México en todo el mundo y nos ha hecho respetar por todos”; “nuestro sistema no es una calca de otros, tiene fallas que hay que corregir pero funciona, es una democracia a la mexicana”; “el Ejército mexicano es una gran institución, querida y respaldada,  no es de casta y tiene un origen popular, garantiza el respeto a la Constitución y a las leyes, no interviene en política y está subordinado al poder civil”.

Matices más, matices menos; ingredientes más ingredientes menos, tal es la apreciación de la realidad mexicana que privó y se mantiene  en considerables  porciones de la población respecto de esos años. Por tanto, quienes la comparten no pueden avalar cambios radicales derivados de la violencia, de la lucha armada revolucionaria. No la entienden, no la comprenden. Y hay que aceptar que resulta difícil admitir algo que no atinamos a concebir.

No describimos a personas con  militancia activa y actuante contra la actividad de los grupos guerrilleros mexicanos, sino simplemente a gente a la que no les gusta, que no la aceptan ni gozan de su interés y simpatías porque no la comprenden, ni ven su necesidad. Algunos consideran a los guerrilleros como   acelerados, otros aceptan que en algunos casos extremos, como los de Genaro Vázquez y de Lucio Cabañas, tuvieron razones para levantarse en armas, pero que no se trataba de problemas extensivos a todo el país. Su indiferencia obedece, entonces, a que no comparten la causa de los insurrectos porque no la entienden, no la ven correcta ni apropiada ni imperiosa. No se trata, en consecuencia, de buscar que se vuelvan activistas en favor de una causa sino de llevarlos a una nueva actitud frente a la guerra sucia mexicana.

Hay también muchas personas que se muestran indiferentes hacia el tema porque no sienten la necesidad de abrir un expediente que de entrada huele feo, muy feo. ¿Para qué?, ¿qué se ganaría con ello si los problemas de hoy en día son otros? Tenemos aquí también el reto de conducirlos hacia una nueva actitud, de demostrarles la importancia y la vigencia del propósito de adentrarse en el estudio del tema y de ventilarlo públicamente.

¿Cómo lo vamos a hacer? Presentando los hechos, explicando las causas y motivaciones, reconstruyendo la historia, sacando a la luz la parte oscura de los métodos de conducir al país, denunciando las arbitrariedades y constantes abusos de poder de los gobernantes de entonces, reconociendo errores e insuficiencias, detallando el impacto de todo ello en la vida política de México y sus derivaciones en el fortalecimiento del juego democrático etc., paciente y razonadamente. Es decir, hay que romper la indiferencia y la apatía con la verdad.

PUNTO TRES. Una combinación de los dos anteriores.

Efectivamente, estamos frente a un entretejido de esfuerzos y logros importantes por reconstruir la historia cruzados por puntos oscuros, distorsiones y exageraciones que favorecen insuficiencias de comunicación y socialización del mensaje y abonan a su vez una preexistente abulia pública  generada por una combinación de desinformación, prejuicios y falsas apreciaciones.

Superar el embrollo demanda, en primer lugar, ahondar en la investigación para reconstruir sobre bases sólidas la historia del movimiento guerrillero mexicano y la guerra sucia del gobierno, que es algo indispensable para transmitirlo correctamente, abrir el postergado e intenso debate público que amerita hasta lograr su inserción en la memoria colectiva del país.

Tenemos que ofrecer al pueblo de México una visión de conjunto, que no es un simple recuento de hechos, fechas y personas, aunque lo requiere sin lugar a dudas, explicar causas y circunstancias, factores políticos, ideológicos, sociales y culturales, que intervinieron en los ordenes local, nacional e internacional; las políticas gubernamentales desplegadas y las respuestas sociales habidas; y una valoración-interpretación del problema, de sus alcances e impactos inmediatos y mediatos suscitados.

No hay un camino, sino varios para alcanzar tal meta, ni tampoco un único e invariable producto el que se va a obtener, sino varios y distintos que no se anulan entre si  y que incluyen memorias y biografías, estudios  de caso, historias regionales, ensayos de interpretación. Es, entendamos, un  proceso, un proceso que debemos impulsar en el que los especialistas tienen que desempeñar un papel central.

No estamos, sin embargo, el juego del huevo y la gallina. No es indispensable tener acabada “la historia”-“historias para empezar a romper la indiferencia y lograr comprensión y apoyos masivos. Los avances y logros concretos deben darse a conocer ampliamente y discutirse. Constituyen pasos importantes hacia la construcción de la memoria colectiva. Su exposición al público debe verse como parte del análisis y discusión indispensables para desmontar embustes, sacar a la luz lo que las esferas de poder pretenden mantener oculto, principalmente sus responsabilidades en la creación de los ambientes que llevaron a decenas de jóvenes a levantarse en armas y en la represión de ellos. Con esas actividades podremos convencer a incrédulos, movilizar conciencias y exigir tomas de posición oficial.

2 de oct

No será sencillo ni rápido lograrlo, pero debemos perseverar y avanzar con datos y argumentos sólidos, con seriedad, inteligencia y creatividad, sin concesiones a la superficialidad, los lugares comunes, los prejuicios y la ignorancia; ni tampoco a las emociones desbordadas y la adulteración de los hechos para embellecer, ocultar o exagerar algo o a alguien. Hasta que se entienda y acepte que los levantamientos armados de que hablamos y la guerra sucia del gobierno en su contra son parte integrante de la historia de México.

La importancia social de la historia como soporte de la cohesión de la nación y como componente del cuerpo cultural de la sociedad ha venido siendo disminuida en nuestro país en los últimos tiempos. Hay grupos de poder que apuestan por la desmemoria. Aciertan en algo: es más fácil manipular y controlar a un pueblo sin identidad y reconocimiento. Un pueblo sin memoria histórica es un pueblo sin identidad que está condenado a desintegrarse.

Tenemos la obligación trabajar por la plena recuperación de la función social de la historia haciendo. Y estamos ante la oportunidad de hacerlo contribuyendo al esclarecimiento y revaloración de esta página de la historia reciente del país. No es todo lo que hay que hacer, pero no es poco, ni intrascendente el tema.

Enrique Condés Lara

8 de Septiembre de 2015

Enrique Condés Lara

*Enrique Condés Lara fue preso político de 1967 a 1973 y miembro del Partido Comunista Mexicano (PCM). Participó en el frente sur del Frente Sandinista de Liberación Nacional durante los últimos meses de la guerra contra el dictador nicaragüense Anastasio Somoza.  

Entre sus publicaciones destacan “Los últimos años del Partido Comunista Mexicano (1969-1981)” y “Los papeles secretos del 10 de Junio”.    

Actualmente es investigador de tiempo completo de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, BUAP.

 El  8 de septiembre de 2015 participó con  este texto en un Encuentro en el que se analizaron los Movimientos Armados en México desde los años sesenta, efectuado en el Auditorio del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM. 

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